martes, 15 de septiembre de 2020

Felices los 4 (7)

Rafael coquetea con un compañero de entrenamiento, mientras Ingrid comienza a dudar que Miguel sea culpable.



    

En el Olympus, Rafael y Amado terminan coincidiendo en la máquina de tríceps. En lugar de incomodarse, ambos deciden manejarlo de la forma más amable que sea posible.

“Una tú, una yo”, propone el primero.

“Chévere”, acepta el otro.

“¿Cómo te llamas? Creo que no nos han presentado”.

“Amado”, responde el joven moreno, alto y atlético.

“Rafael”.



Se extienden la mano llena de sudor.

“¿Vienes de noche, Amado?”

“Sí. ¿Tú?”

“Cuando no tengo turno a esta hora”.

“¿En qué trabajas, Rafael?”

“Policía Nacional. ¿Tú?”

“Ahhh… Mi familia tiene una chacra en el valle: trabajo ahí”.

“¿Qué cultivan?”

“Frutales, banano… buenos bananos”.

“Me encantaría probarlos”, guiña un ojo Rafael.

Amado sonríe:

“Cuando desees”.



    


A eso de nueve y media, Ingrid revisa un inventario cuando recibe una llamada en su celular: es Rafael.

“Amor, voy a demorarme un toque acá porque Eduardo me pidió ayuda con lo que ya sabes”.

“Claro”, responde Ingrid secamente.



Tras colgar, trata de poner su mente en blanco, de serenarse. ¿Qué tal si las piezas del rompecabezas no encajan como ella cree? En su esfuerzo por no esforzarse, viene a su memoria la imagen de su último cumpleaños, cinco meses atrás. Era justo la víspera, coincidentemente un sábado por la noche, cuando la motocicleta de Rafael sonó fuera de la puerta. Ella lo esperaba  con ansias: le había prometido una sorpresa. Al abrir la puerta, Ingrid se quedó maravillada. Detrás de su marido entraba Miguel con una bolsa en la que sonaban botellas, no cabía duda.

“¿Y este milagro?”, sonrió ella.

“Para que veas”, le respondió el instructor.

“Te indico dónde está la cocina”, dijo Rafael a su invitado.



Tras estacionar la moto, los dos hombres pidieron permiso y se metieron por una de las puertas que la pequeña sala tiene. Ingrid se sentó en el sofá. Un par de minutos después, Rafael venía a sentarse junto a ella. La besó.

“Pensé que sería una fiesta para dos”, le dijo la mujer en voz baja.

“Digamos que así será, pero también digamos que te prometí una sorpresa”, dijo el hombre todo suelto de huesos. “hueles riquísimo, por cierto, amorcito”.

Ingrid seguía desconcertada. Media botella de vino después, y en lo mejor del arrumaco con su pareja, la puerta de la cocina se abrió. Miguel salió vistiendo un delantal debajo del que se apreciaban sus trapecios, brazos, el prominente pecho, la fina cintura y las poderosas piernas. El instructor traía unas tiras de apio con queso en una fuente mientras en la otra una especie de salsa que puso en la mesa de centro frente a los tórtolos.

“¿Y esto?”, sonrió Ingrid.



Rafael sacó su celular, buscó algo y una canción electrónica comenzó a sonar. Miguel comenzó a contonearse al ritmo. Rafael también se levantó y se puso delante del musculoso. Ingrid vio desde su ángulo cómo dos manos quitaban la camiseta de su hombre; luego éste se ponía al lado de Miguel, quien se desataba el lazo del delantal y lo dejaba listo para sacárselo. Rafael se deshizo de sus zapatillas, y a una señal imperceptible,  el instructor se deshizo del delantal y el otro hombre se quitó acrobáticamente el pantalón. Los dos varones vestían tangas hilo dental por toda ropa interior; la de Miguel era roja y la de Rafael era blanca. Cuando ambos giraron, Ingrid pudo ver las amplias espaldas de ambos y cómo la tira de las tangas se pperdía entre sus bien desarrolladas nalgas. Cuando el baile estaba a punto de acabar, Rafael tomó a la mujer de la mano derecha y Miguel de la izquierda, la pusieron de pie y sin prisa pero sin pausa le quitaron el vestido de tiritas que se puso esa noche. Ingrid no llevaba sostén, solo una tanga… hilo dental roja. Cuando la música acabó los tres se sentaron en el sofá. Mientras Rafael le daba a beber vino, Miguel embadurnaba los saludables bocaditos en la salsa y se los daba a comer en la boca.

“esto es increíble”, fue la reacción de la muchacha.

“Y es solo el comienzo, avisó rafael, al tiempo que deslizaba el dorso de sus dedos por uno de sus senos. “¿Te incomoda si… Miguel… te… te toca?”

Ingrid, cuya entrepierna estaba más que húmeda debido a la primera parte de la sorpresa y al vino, miró a Miguel sonriendo, y mas bien fue ella quien le comenzó a acariciar el enorme y velludo muslo. Miguel entendió que eso significaba un sí y le correspondió la caricia. Entonces Rafael comenzó a besarle los hombros y el cuello, eventualmente la boca; Miguel comenzó a lamerle el cuello también.



Cuando dieron las doce, en vez de abrazarle o cantarle el cumpleaños feliz, o al menos las mañanitas, los dos varones flanqueaban a Ingrid en la cama matrimonial mientras le quitaban la tanga. Ambos la besaban indistintamente donde sus labios aterrizaran. De inmediato, ambos machos se pusieron en cuatro patas del lado opuesto a la cabecera.

“Quítanos los hilos”, pidió Rafael.

Ingrid comenzó con su pareja. Cuando la prenda ya no estorbaba, ella se inclinó a besar y lamer las nalgas.

“el ojo del culo, mi amor”, pidió Rafael. “Como te enseñé”.

Ingrid dudó. Trató de separar ambos glúteos, proyectó su lengua y buscó meterla en ese ano masculino rodeado de vello. Rafael gemía y jadeaba, chirriaba sus dientes.

“a Miguel”, volvió a pedir.

Ingrid dudó otra vez. Se movió hacia el instructor, repitió la operación.

“Su culo”, apuntó Rafael.

“¿Puedo, Miguel?”, preguntó algo tímida la dama.

“Gózalo”, le respondió el musculosso.

Con algo de mayor dificultad, la mujer separó las nalgas del moreno, que son enormes, y repitió la operación. Rafael la ayudó sosteniendo el glúteo de la derecha y Miguel ayudó con el de la izquierda.

Posteriormente, el pene curvo, grueso y largo del policía entraba y salía  de la vagina de la vendedora quien, en cuatro patas, chupaba el pene cabezón, algo largo y delgado en su base, del instructor. Tras algunos minutos, ambos hombres cambiaron turnos. La noche siguió por otra hora más sintiendo el peso de ambos varones sobre su cuerpo, alternándose, besándola, poseyéndola, preñándola dos y hasta tres veces seguidas.



    


Ya entrado el domingo, casi a mediodía, los cuerpos de ambos machos desnudos la seguían flanqueando dormidos en su cama. Ingrid tuvo curiosidad por el pene de Miguel. Aprovechando que dormía de lado hacia ella (y que Rafael le daba la espalda), comenzó a tocarlo: flácido parecía como cualquier otro pene. El toqueteo no tardó en hacer efecto. En un minuto, otra vez tenía esa rara configuración fálica dura y cónica inversa en su mano. Cuando vio el rostro de Miguel, notó una sonrisa y sus ojos entrecerrados. Entonces, suena un celular. Ingrid es rescatada de golpe de esa abducción de un pasado reciente. Contesta.

“¿Sí, amor?”

“Ingricita, voy a demorar otro ratito y regreso”.

“Ya, Rafito; ten cuidado”.



    


La mujer se levanta para respirar un poco y siente que su entrepierna está lubricada.

“No, Miguel”, murmura mientras mete dos dedos a palpar la humedad.

 


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