miércoles, 9 de septiembre de 2020

Felices los 4 (3)

Ingrid y Ángel tienen sendas sesiones de sexo con sus parejas mientras la duda sobre qué le pasó a Miguel sigue flotando en el aire. 



    

Esa noche es el turno de Rafael. Vistiendo un bibidí y un short de licra que le marca un paquete notable se acerca hasta Ángel.

“Vengo a romper piernas”, le dice risueño.

El nuevo instructor le sonríe y lo palmea en el hombro.

“Linda licra”, le dice casi en la oreja, usando la música de fondo en el espacio como cómplice para que nadie más oiga el piropo.



    


A las diez de la noche, Rafael regresa a casa.

“¡ya vine!”, anuncia.

“¡estoy adentro!”, le avisa Ingrid.

Rafael mete la motocicleta en una esquina de la sala, se descuelga la mochila y camina hacia el cuarto. 



Ingrid está en sostén y calzón arreglando ropa que le había llegado esa tarde.

“¿Ya te bañaste, Ingricita?”

“Sí, Rafito, ya lo hice”.



El hombre se desnuda por completo. Su metro setenta y cuatro, fornido, es imposible pasar desapercibido en la habitación tan pequeña. Rafael toma una toalla, se la pone a la cintura y sale otra vez al pasadizo. 


Ingrid se lame los labios felicitándose por enésima vez haber elegido a un varón bello por fuera, evidentemente, y hasta donde ella lo conoce, hermoso por dentro.



    


En ese mismo momento, en el Olympus, Eduardo cuadra cuentas con ángel. Todo parece estar en orden.

“La gente no parece haber sentido el cambio”, comenta el propietario.

“No tendría por qué”, le responde el instructor. “Pero me esforzaré para que no se vayan a otro lado”.

“eso está sobreentendido, ángel”, subraya Eduardo, quien se levanta, guarda unos papeles en la gaveta y le pone llave. Ángel se quita los sujetadores de su cabello y  comienza a deshacer la trenza. Lo libera y sacude, se pasa los dedos por la coronilla intentando desordenarlo. Las fibras están algo onduladas tras estar sujetas y apiñadas casi todo el día. Eduardo lo mira con media sonrisa en el rostro.

“Sigues siendo guapo”.

Ángel sonríe ante el cumplido.

“¿Hora de descansar?”

“Claro”, replica el patrón. “Vamos”.



    


No muy lejos de ahí, Rafael reingresa al dormitorio. Ingrid  lee un libro ya cobijada dentro de la cama.

“¿Más fresco?”, averigua ella.

“Sí, pero mañana me va a doler todo lo que se llama muslos y culo”.



Ingrid sonríe, deja el libro en la mesita de noche, se destapa y busca sus sandalias. Está totalmente desnuda. Camina hasta el hombre y le quita la toalla, termina de secarlo.

“échate boca abajo”, pide.



Rafael retira las cobijas y obedece. Ingrid regresa con un frasco de aceite aromatizado, algo que semeja flores y alcanfor, se lo unta en las manos, se sienta sobre las nalgas duras de su compañero y comienza a masajear la nuca y los trapecios.

“Así… eso”, suspira él.

Las manos de Ingrid estrujan y estimulan ambos omóplatos, toda la espalda superior.

“¿Pudiste averiguar algo más?”, aprovecha la mujer.

“¿sobre?”

“Sobre Dali y Miguel”.

“Ah… Resulta que los asaltaron el sábado por la noche. Lalo sospecha que fue uno de los alumnos de ese turno. Últimamente Miguel se había descuidado un tanto en la seguridad y no ha filtrado bien a la clientela; parece que uno de ellos fue”.

“¿Lalo ya presentó la denuncia?”

“Sí. Mañana buscaré el atestado y veré en qué va”.

“¿Y qué le pasó a Miguel y Dali?”

“Golpearon a Miguel; Lalo dice que a Dalila la mandó a casa de su vieja por el tema de las represalias”.

“Por eso no responde”, concluye Ingrid, quien ya tiene sus manos en la espalda baja a punto de masajear el bien formado trasero, al que primero soba de arriba abajo y luego del medio hacia las caderas, como queriendo separar ambas nalgas.

“¿Chequeo de médico legista?”, seduce Rafael.

“Confío en ti”, responde Ingrid.

Igual, él se abre de piernas.

“Chequea”, insiste.

Ingrid sonríe y separa más las nalgas. Al medio hay una matita de vello rodeando el ano.

“Todo en orden, suboficial”.

La improvisada masajista continúa con la parte posterior de ambas piernas.



    


Mientras tanto, en la casa donde se ubica el Olympus, una construcción de tres pisos donde el negocio ocupa los dos superiores mientras el primero es una vivienda, el baño principal está lleno de vapor. En la bañera, Angel y Eduardo mojan sus cuerpos mutuamente en el agua caliente, se acarician. El primero luce un pecho algo velludo, que continúa por su vientre de tabla de lavar, pilosidad recortada encima del pene, generosos testículos, un par de hinchadas nalgas como si fuesen extraños domos, grandiosas piernas; el segundo bajo el cabello cano y corto luce un rostro redondo sin arrugas evidentes,y cada grupo muscular firme y en su sitio, envidiable para sus casi cincuenta, no hinchado, pero sí muy agradable a la vista, y aunque el vello púbico no está podado, tampoco se ve mal. Ambos usan las yemas de sus dedos para recorrerse el cuerpo suavemente, tomándose tiempo, sonriéndose, controlando su respiración, lenta, rítmica, inhalando, conteniendo, exhalando largamente. Los cuerpos se acercan más hasta hacer contacto: pectorales, abdominales, ingles, muslos, rodillas. Sus labios se entrelazan y se saborean con suavidad. Los penes de ambos se endurecen; el de Eduardo lubrica mucho. Ángel se arrodilla en la bañera, lo toma y se lo mete a la boca sin hacer nada más que succionarlo en sincronismo con el ritmo respiratorio del otro hombre, mientras sus manos le acarician las nalgas.



    


Por su parte, Ingrid está sentada encima del pene erecto de Rafael mientras le soba los no tan pronunciados aunque sí definidos pectorales.

“¿Cuándo me la vas a masajear, amor?”

La mujer sonríe, se levanta un poco y retrocede, el hombre abre y flexiona sus piernas dejando al descubierto el falo grueso, algo largo y curvo hacia la izquierda. Ingrid se inclina y comienza a metérselo dentro de la boca tanto como puede, mientras el resto lo masajea con una mano. Sus labios tratan de tragar la mayor cantidad del cuerpo duro mientras el glande choca contra el paladar y va tan hasta el fondo como ella lo permite.

“Qué rico masaje”, suspira excitado Rafael.

Ingrid usa su mano libre para jugar con los testículos en tanto que el hombre no sabe si acariciar la cabeza a su pareja o estimularse las tetillas, o ambas. Algunos minutos después, ella libera al miembro que ahora brilla debido a la saliva.

“¿Las bolas?”, consulta.

“¿Puedes?”

No hay respuesta; de frente hay acción. Rafael jadea más profundo, comienza a gemir. Si hay una caricia sexual que adore más que la propia penetración es cuando le succionan los testículos. Por su parte, Ingrid disfruta el aroma del jabón que comienza a mezclarse con la humedad de su propia saliva, piensa que es momento de llegar al punto máximo que ella sí disfruta. Se incorpora, se adelanta, calibra su vagina sobre ese pene que parece una coma y se lo va metiendo. Ahora ella gime debido a la excitación. Sube y baja continuamente. Los pezones de sus senos firmes se ponen duros, más cuando Rafael los toma entre sus manos y los masajea desde afuera hacia las areolas, mientras la vista masculina se solaza en ver cómo su miembro erecto es engullido y casi expulsado por los labios íntimos de la hembra. Nadie interrumpe, nadie escucha, y si eso pasara, a él le llega a la punta del… de eso que está penetrando a la mujer, su orgullo, el motivo de envidia de sus colegas, su vanidad viviente en las calles, el comentario no tan disimulado de su familia, su salvoconducto para que su hombría quede fuera de cualquier duda.



    


Quizás no pasaría lo mismo con Eduardo. Sobre su cama, Ángel  casi tiene los muslos pegados al abdomen, inhalando profundo, espirando largo, mientras el pene del patrón le llena por completo el ano., el instructor usa el músculo del recto para apretar y soltar el falo. Eduardo hace posible la postura poniendo todo el peso de su cuerpo sobre sus manos que están presionando los cuádriceps femorales del mancebo. Lo mira a los ojos; él lo mira a los ojos. Se sonríen.

“Viene”, le avisa.

“Respira profundo, cierra los ojos”, instruye ángel.

Eduardo obedece y siente el vacío en su bajo vientre: orgasmo. Respira profundo, aprieta su ano, eleva el músculo del perineo, evita la eyaculación. Se tranquiliza.

“¿Cómo te sientes?”, sigue sonriendo Ángel.

“Bárbaro”, suspira el patrón.

“¿quieres intentarlo otra vez?”

“Claro”, sonríe Eduardo.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario