sábado, 2 de octubre de 2021

La hermandad de la luna 6.6

En La Luna, Carlos recibe una llamada inesperada:

“¿Cómo que vas a demorarte unas horas?”

“A menos que puedas meterte al estudio y buscar algo, y, si lo encuentras, me avisas”, indica Tito en el teléfono.

“¿Algo como qué?”

“No sé. Algo. A lo mejor, Manolo guardaba algo allí”.

“Ya te dije que no tengo la llave; y aunque la tuviera, hay una cámara de seguridad: si el alerta le llega a Elga o al huevón de Christian, somos historia”.

“Te entiendo… bueno, ¿me puedes justificar un par de horas?”

Carlos refunfuña:

“Ya, ya, ya. Está bien. Nada más, apúntala”.

“Sabes que soy buen pagador”, evidentemente sonríe Tito.

El capataz cuelga la llamada y el timbre de la caseta de vigilancia suena. Mira mediante el sistema de circuito cerrado en la computadora, y la visión nocturna le revela un varón alto y fornido. ¿Tito habrá enviado a Adán mientras tanto? ¡Qué raro que venga tan desabrigado! Carlos, más por protocolo, abre el armario, saca una escopeta y camina hacia el portón. Al descubrir la rejilla, se queda sorprendido:

“Buenas noches, Carlos”, le dice un sujeto al que casi no puede ver, pero cuyos timbre y acento ya le son familiares.

“¿Owen? ¿Viniste con alguno de los chicos?”

“No, yo venir solo”.

Carlos abre la puertecita del portón y hace pasar al esbelto varón.

“¿Ser el arma necesario?”

“Mmm. Uno no sabe hasta que la utiliza”, indica Carlos sonriendo.

“Tu deber confiar en tu energía”.

Ambos llegan a la caseta de vigilancia. Al verlo vestido con una camiseta y pantalón delgados, Carlos ofrece café pero Owen le acepta un poco de agua.

“Pensé que venías con Tito, como me dijo que iba a demorarse unas horas para su turno”.

“Si querer, yo poder ser tu compañía hasta el venir”.

“Por mí, no hay problema; solo espero que no venga el abogado”.

“Ustedes estar estresados”.

“Debes saber por qué: el asesinato de nuestro patrón”.

¿Quién ser tu sospechoso?”

“La verdad, amigo Owen, cualquiera puede serlo… hasta yo”.

“Pero tú no has matado a él”.

“No ahora, amigo Owen, pero hace mucho tiempo, cuando era mocoso…”, Carlos se ensombrece de pronto.

“¿Has tú pedido por perdón porque has matado a alguien?”

Carlos mira a los ojos de Owen, y de pronto, las imágenes de él a los quince años, cuando caminaba cual guiñapo por los linderos de Santa Cruz, intoxicado en pasta básica de cocaína, regresan como si el presente hubiese movido un temporizador hacia atrás. A pesar del frío de aquel invierno, Carlos siente su cuerpo muy tenso y tibio.

“¿Flaco?”, una voz aflautada suena en medio de los algarrobos. “¿Flaquito?”

“¿Perlita?”, alcanza a articular con alguna dificultad.

Una silueta de delgada figura y frondoso cabello se abre paso entre la foresta seca.

“Aquí estoy, Perlita”, casi le susurra el muchacho.

La figura se acerca.

“¿Las tienes llenas?”

“Si tú vienes llena, ya sabes que le sacaré lustre a tu culito”, seduce el adolescente.

La figura de frondosa melena extrae un bultito de uno de sus bolsillos y se lo da en la mano.

“Te estoy pagando más que la semana pasada”, le informa a la vez que le acaricia el paquete bajo una raída pantaloneta de deportes.

“¿¿Y eso?”

“Ya veremos, flaquito”.

El muchacho se baja la pantaloneta descubriendo su pelvis sin ropa interior y parte de sus nalgas.

“Chúpala, Perlita”.

La figura de frondosa melena se arrodilla en el suelo de greda, toma el pene del muchacho en su boca y comienza a succionarlo. Él, por su parte, trata de adivinar en la oscuridad cuánto suman esos billetes, pero son tres, no los dos que suele llevarle. Se los coloca (como puede) dentro de uno de los bolsillos de la pantaloneta.

“Así, Perlita, trágatela todita”.

Tras cierto tiempo la otra persona se pone de pie, da la espalda y se baja el pantalón apretado. El muchacho acaricia las lampiñas nalgas infladas quién sabe con qué polímero y roza su pene adolescente que sigue ensalivado.

“¿Estás limpia, no Perlita?”

“Limpiecita, mi amor. Métemela”.

La penetración no es cosa difícil, aunque en medio del efecto de la droga, el chico la ejecuta con cierta violencia.

“¡¡Auuu!!”

“Calla, mierda, nos chapan y nos matan a pedradas”.

Perlita  toca los testículos de su amante quien la azota inmisericorde, y mete sus dedos con uñas postizas por debajo del perineo hasta que roza el ano del muchacho.

“Guarda, huevón, no me toques el culo”.

“Te estoy pagando más, flaquito”.

“Puta madre, pero no metas esos dedos”, advierte sin dejar de moverse.

Perlita toma una de las manos del muchacho, que le coge la cadera, y se la lleva hacia su entrepierna: tiene una gran erección.

“Te estoy pagando más flaquito”, dice entre jadeos. “Pajéame”.

El muchacho, no tan a regañadientes, toma un largo y grueso pene y comienza a masturbarlo sin dejar de pistonear el suyo dentro del recto de su evidente cliente.

“Basta”, dice Perlita.

“¿Qué pasó? ¿Las vas a dar?”

Perlita se para y corta la cópula, y casi fuerza al drogadicto a que gire.

“¿Qué pasa, mierda?”, se extraña el chico.

Con una fuerza física inusitada, Perlita obliga a que su gigoló ponga su cuerpo en ángulo recto. Coloca ese largo y grueso pene entre las velludas nalgas del chico.

“No, mierda, no me la metas, mierda”.

“Te estoy pagando más, flaquito”.

El chico pone las manos al suelo y éstas aterrizan en filudas piedras.

“No, mierda, no, no, no me la metas”, se desespera el muchacho.

Pero, Perlita, inmisericorde, introduce su falo de un solo golpe.

“¡¡Conchatumadre!!”, grita de dolor, coge las piedras sobre las que apoyó sus manos y con una flexibilidad sacada de alguna parte, quizás el efecto de la droga, gira y le incrusta en la sien derecha, y la otra en la opuesta.

“¡¡¡Ayyyyy!!!!”

Perlita cae al suelo, y el flaquito le percute la cara, inmisericorde, sin darse cuenta en la oscuridad qué desgarra o a quién ataca. Patea el cuerpo, lo lapida, salta sobre él despanzurrándolo, se asegura la raída pantaloneta y sale corriendo del pequeño algarrobal mientras unos perros se acercan ladrando.

Cuando Carlos vuelve en sí, tiene el rostro bañado en lágrimas, los ojos cerrados.

“Perdóname, Perlita”, llora amargamente. “No te quise matar, Perlita”.

El capataz se refugia entre los dos gruesos pectorales de Owen, quien lo abraza.

“Él ya te perdonó, flaquito; él ya te perdonó”.

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