sábado, 9 de octubre de 2021

La hermandad de la luna 6.7

En el centro de Collique, en una calle ni estrecha ni ancha pero que conecta a una de las avenidas principales, una camioneta está aparcada en la fachada de un laboratorio de análisis clínicos que parece estar cerrado al público. Parece, porque adentro, el guapo biólogo Alvin Saldívar revisa una muestra en el microscopio, la calibra y llama a la otra persona que lo acompaña, el fiscal Juan García, para que tome su lugar. El abogado acerca sus ojos a los visores.

“Parece una colmena de abejas”, comenta.

“Imagina que cuando Janssen inventó el microscopio hace más de cuatrocientos años, fue lo mismo que vio”.

“¿Y qué se supone que estoy viendo, Alvin?”

“Para tu libro, doctor: todas las células, en tanto son las unidades mínimas de la vida, tienen núcleo, organelos y una membrana que la separa de las otras células. Si esa membrana no existiera, los tejidos serían como un puré. Ahora bien, hay una clave que nunca debes olvidar: cuando las membranas en conjunto forman un patrón sin forma definida, es probable que estés viendo células de origen animal; pero si forman un patrón, digamos más ordenado o cuadriculado, como si fuese una colmena con cientos de celditas, es probable que sea un tejido de origen vegetal”.

“¿Esto es vegetal?”

“Por la apariencia, sí; pero el análisis visual no basta. Ahí es donde aplicas reactivos, y el resto es comparar la reacción de la muestra con un catálogo enorme de posibilidades. Así fue cómo creo que se trata del Croton lechleri”.

“¿Con qué margen de error, Alvin?”

“Pongámosle un noventa por ciento. Recuerda que la medicina tradicional lo vende acá en el mercado, así que no es tan complicado de identificar tampoco”.

“¿Pero cómo fue que salió del ano de una persona?”

“La pregunta, doctor, sería mas bien: ¿puede una persona humana fabricar esta sustancia? Respuesta: no. Entonces, ¿cómo llegó ahí? En ciencia tenemos una premisa, casi una máxima: cuando hay demasiada especulación, la posibilidad más simple puede ser la más cercana a la realidad”.

“¿Qué tratas de decir?”

“Alguien le regó la sangre de grado en un patrón que parecía un sangrado resultante de un trauma con herida dentro del ano debido a la introducción violenta de cualquier cuerpo como un pene erecto”.

“Pero no vi músculo conmocionado, ni hinchado, ni irritado, ni nada”.

“Entonces, alguien le puso la sustancia, doctor. Tú sabes que no soy médico, pero que el ser humano no produce células de origen vegetal, pues, a menos que seamos un híbrido genético”.

“¿Cuánto mide la tuya, Alvin?”

“mmmm. Nunca la he medido pero creo que no es grande ni chiquita. ¿La tuya?”

“Dieciseis”, responde García.

Alvin sonríe.

“Además, doctor, tú me has dicho que el sujeto parece tener una vida homosexual activa, así que el riesgo de sangrado, si hubiese sido sangrado, a estas alturas, lo veo difícil”.

“¿Y si el sujeto que se lo metió se hubiese regado el pene con sangre de grado?”

“Como te digo, no soy médico, pero apliquemos lógica: si yo me unto o embadurno mi pene con alguna sustancia y penetro el ano o la vagina, y probablemente más la vagina debido a su lubricación natural, es probable que si hago un frotis justo después del acto, encuentre rastros de taninos”.

García no se contiene más y usa su mano para tocar el paquete de Alvin bajo la bata:

“Deberíamos hacer un experimento, ¿no?”

Alvin sonríe:

“Ten cuidado con la cámara”, le señala con los ojos.

A García parece no importarle hasta que su celular suena. Lo saca.

“Dime, Édgar”.

“Hola, doctor. Perdona por llamarte a esta hora pero necesito tu ayuda”.

“Ehh. Claro, dime”.

“¿Puedo verte personalmente?”

Mira un video, 

En las duchas de La Luna, Carlos deja que el agua lo recorra de la cabeza a los pies. Owen está detrás suyo como ayudando a que el agua toque la cara, las orejas, el cuello, el pecho, la espalda, el abdomen, las nalgas, los genitales, los muslos, las pantorrillas, los pies. Es agua fría, a la que la piel del capataz está más que acostumbrada.

“Respira profundo, lleva el aire a cada célula, bota despacio, siente tu propia energía, ai apaec”, instruye Owen.

Carlos mantiene los ojos cerrados y trata de conectar consigo mismo por un instante más. Owen cierra el agua; también está húmedo.

“Abrázame”, le indica y se acurruca al cuerpo musculoso y desnudo que siente en la oscuridad. En cuestión de segundos, las gotas que lo recorren piel abajo se desvanecen. No se evaporan; solo se desvanecen. Carlos siente su cuerpo y el de Owen totalmente secos y frescos.

“¿Cómo haces eso?”

“Ambos lo hicimos”.

“¿Qué? ¿Eres un babalao o algo por el estilo?”

Owen ríe.

“No, para nada. Conozco sus costumbres pero no soy parte de ellos; mejor dicho, no me hicieron parte de ellos”.

Ambos salen del piso de mayólica y Carlos busca su ropa. Encuentra su camiseta, su jean, su calzoncillo. Los organiza para comenzarse a vestir.

“¿Dónde aprendiste a hacerlo?”

“En todas partes, Carlos. Cuando recorres el mundo, te das cuenta que todas las culturas tienen los mismos puntos comunes: presencia, trascendencia y justicia”.

“¿Y qué le pasó a tu modo de hablar? Ya no hablas como antes”.

Owen sonríe de nuevo.

“El acento ser un disfraz como la ropa”.

Carlos siente que le quitan las prendas de la mano y las colocan en la banquita de madera. No las puede ver porque las luces han estado apagadas todo el tiempo, pero las puede escuchar.

“¿Qué haces, Owen?”

Carlos siente que le toman las manos y se las entrelazan.

“La ropa, el idioma, la nacionalidad, la creencia y hasta el color de la piel solo son disfraces que nos diferencian. Dime qué sientes”.

“Un calorcito en mis palmas, como un cosquilleo”.

“Cierra los ojos, controla tu respiración, no pienses en nada, y no sueltes mis manos”.

Carlos hace caso. El calor y el hormigueo se extiende de las manos a todo el cuerpo. Y cesa poco a poco hasta regresar a su punto de origen.

“Abre los ojos”, le pide Owen.

Carlos se sorprende: ahora está en medio de una exuberante selva con árboles altos y frondosos por donde mire, matas colgando en todos lados, trinos y aullidos en sonido envolvente, haces de luz blanca colándose por las copas. A escasos centímetros, la figura robusta de Owen con su imborrable sonrisa. Carlos quisiera preguntar lo obvio, pero se contiene.

“Éste es mi refugio”, le responde a lo que se abstuvo cuestionar.

El capataz entonces siente que algo duro topa su pene inexplicablemente duro también. Sin decir nada, más que una guerra de espadas, inicia una especie de sutil combate sin violencia, con cariño mas bien, que genera una sensación de bienestar que se extiende desde la base de su pelvis, sube por sus entrañas, corazón, garganta, base del cerebro, lo alto de la cabeza, y parece proyectarse en rayos de luz blanca hacia el infinito, compitiendo con los que caen desde arriba. Un débil resplandor verde parece inundar el cuerpo de Owen, quien abre sus brazos, lo aprisiona entre ellos, hace que él también lo abrace pegando ambos cuerpos. Los dos se besan en la boca. Carlos siente nuevamente el calorcito y el hormigueo al mismo tiempo en sus labios, al medio de su pecho y en medio de sus piernas, y desde esos puntos, diseminándose por todo su cuerpo. Un inexplicable placer mezclado con una inconmensurable paz lo llena hasta sentir que sus pies se despegan del suelo. Cuando el beso acaba, Owen y él siguen desnudos en las duchas de la finca.

“¿Cómo te sientes ahora?”

“Liberado… agradecido… pleno”.

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