“Negro…”
“Sí, ya sé. No me
afeité”.
Elena me miraba la
cara fijamente.
“Mejor no digo nada”.
Verifiqué mi reloj:
doce y media de la tarde. Ya teníamos un retraso de media hora sobre la que
aparecía en la invitación.
Mi hermana Elena , el
padrino de Laura y yo seguíamos esperando en el altar de la iglesia. Elena era
mi madrina.
“Negro, ¿y si aplicas
el cinco-cinco?”
Volteé a mirarla
serio.
“ay, Negro, era solo
una idea”.
Estaba nervioso y
sofocado. Apuesto a que no solo era el frac.
Respiré hondo. Traté
de guardar la serenidad.
Mi madre estaba en
primera fila con cara de angustia. No, mirarla no me iba a ayudar. La familia
de Laura parecía andar con ojos de huevo estrellado. ¡por Dios! ¿Nadie quería
levantarme la moral?
“Negro…”
“Elena, ya basta. Me
siento pésimo. No hagas que me sienta peor”.
Mi hermana se acercó y
me acomodó la pajarita. Me dio una bofetadita cariñosa.
“Era solo eso”.
Doce y treinta y
cinco.
El carro donde venía
Laura se asomó en la puerta. Ella y su padre bajaron. La marcha comenzó a
sonar.
Sin saber cómo, Laura
entró radiante, con una gran sonrisa en su rostro. A veces miraba a la gente en
las bancas. Su progenitor trataba de disimular, sin éxito, un rostro de
incomodidad.
Su lento desfile sobre
la alfombra roja se hacía interminable.
Al fin, llegó hasta
mí.
Me dio un leve beso en
la boca, sin dejar de sonreír. Yo no podía hacer eso con facilidad; mas bien,
comencé a sudar más frío aún.
Por último, clavé mi
mirada en ninguna parte.
La ceremonia
transcurrió… como todas las ceremonias,.
En realidad, no
escuchaba al cura, sino que sentía que mi vida, toda mi vida transcurría en
segmentos, como una película, de la misma forma como dicen que pasa con los
moribundos. Estaba allí en un cadalso que ayudé a construir, y del que parecía
no poder bajarme. Juro que hasta podía escuchar con mucha potencia cada latido
de mi corazón acelerándose, transformándose en un tam-tam aterrador.
Solo esperaba ese
momento en que mencionan tus nombres de pila y tienes que responder
afirmativamente, como lo dice el protocolo, el canon, la costumbre, la
tradición, todas esas cosas que la humanidad ha construido para ocultar
mediante fórmulas verbales socialmente correctas lo que el corazón no siente.
Mi cabeza se hizo un
remolino.
El big-bang fue
inevitable.
La primera bomba
atómica era apenas una burbuja de jabón estallando.
¡Bum!
“¡No, Padre!”
El sacerdote se
volteó asustado a mirarme.
Un silencio
sobrecogedor se esparció por todo el recinto.
Después supe que todo
el mundo se miraba entre sí con un desconcierto estilo catástrofe.
Laura comenzó a
enfurecerse. Hizo esfuerzos sobrehumanos para no estallar. Aún así, volteé a
mirarla.
Si alguna vez tuve que
ser super valiente, éste era el momento.
“No, Laura”.
“No me hagas esto”,
masculló ella, muy molesta.
“No… No debo. No
puedo… No quiero”.
Lo repetí al borde del
delirio varias veces, mientras mi respiración se agitaba. Miré a elena, que
trataba de tranquilizarme, al público que ya estaba inquieto, al cura que no
sabía dónde meterse. Por último, vi mis manos: estaban libres.
“Perdóname, Laura”.
Miré al altar.
“Perdóname, Diosito”.
Sin que nada ni nadie
me importara bajé de allí sin ver atrás. La gente empezaba a armar barullo.
Solo sentía a elena detrás de mí que gritaba: “¡No se le acerquen. Soy su
abogada!”
Escuché a alguien
aplaudir. Vi de reojo: era Jaime.
A medida que ganaba la
puerta, aumentaba el paso, como si me fueran a cerrar las puertas. En realidad,
me las estaban cerrando. Pero aún así, logré salir.
Respiré la primera
bocanada de aire de la calle. Miré a elena. No sabía qué hacer.
“¿Dónde vive, Negro?
¡¿Dónde vive?!”, me urgió.
Por fin reaccioné.
”¡Ven!”, le grité.
Elena y yo corrimos
hasta una esquina, paramos un taxi, le indicamos que vaya al sector oeste.
Los edificios, las
casas, la gente, las calles, los árboles, toda la ciudad pasaba rápida frente a
mis ojos… y eso que paramos como en siete semáforos. A lo mejor era una rara
variante de la relatividad general.
Una y veinte de la
tarde.
“es allí”, señalé.
“espérenos”, dijo
elena al taxista.
Fui a tocar la puerta.
La gente estaba extrañada de ver dos tipos de etiqueta a esa hora y en ese
lugar. Me dio igual.
Por fin escuché pasos.
Por fin, luego de una semana. Por fin, esa puerta se abría.
Por fin…
“¡Hola, Rafo!”
… era el hermanito de
Josué.
“¿Tu hermano?”
“Se fue”.
“¿Se fue? ¿A… dónde se
fue?”
“No sé. Dijo que
quería estar tranquilo, que no lo molesten… ¿Le vas a dejar algo?”
“No”.
Me desolé.
Miré a elena.
Suspiré.
Ambos sudábamos a chorros.
Me sentí perdido.
Comencé a llorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario