lunes, 2 de enero de 2023

Ser Rafael 20.1: No acepto


“Negro…”

“Sí, ya sé. No me afeité”.

Elena me miraba la cara fijamente.

“Mejor no digo nada”.

Verifiqué mi reloj: doce y media de la tarde. Ya teníamos un retraso de media hora sobre la que aparecía en la invitación.

Mi hermana Elena , el padrino de Laura y yo seguíamos esperando en el altar de la iglesia. Elena era mi madrina.

“Negro, ¿y si aplicas el cinco-cinco?”

Volteé a mirarla serio.

“ay, Negro, era solo una idea”.

Estaba nervioso y sofocado. Apuesto a que no solo era el frac.

Respiré hondo. Traté de guardar la serenidad.

Mi madre estaba en primera fila con cara de angustia. No, mirarla no me iba a ayudar. La familia de Laura parecía andar con ojos de huevo estrellado. ¡por Dios! ¿Nadie quería levantarme la moral?

“Negro…”

“Elena, ya basta. Me siento pésimo. No hagas que me sienta peor”.

Mi hermana se acercó y me acomodó la pajarita. Me dio una bofetadita cariñosa.

“Era solo eso”.

Doce y treinta y cinco.

El carro donde venía Laura se asomó en la puerta. Ella y su padre bajaron. La marcha comenzó a sonar.

Sin saber cómo, Laura entró radiante, con una gran sonrisa en su rostro. A veces miraba a la gente en las bancas. Su progenitor trataba de disimular, sin éxito, un rostro de incomodidad.

Su lento desfile sobre la alfombra roja se hacía interminable.

Al fin, llegó hasta mí.

Me dio un leve beso en la boca, sin dejar de sonreír. Yo no podía hacer eso con facilidad; mas bien, comencé a sudar más frío aún.

Por último, clavé mi mirada en ninguna parte.

La ceremonia transcurrió… como todas las ceremonias,.

En realidad, no escuchaba al cura, sino que sentía que mi vida, toda mi vida transcurría en segmentos, como una película, de la misma forma como dicen que pasa con los moribundos. Estaba allí en un cadalso que ayudé a construir, y del que parecía no poder bajarme. Juro que hasta podía escuchar con mucha potencia cada latido de mi corazón acelerándose, transformándose en un tam-tam aterrador.

Solo esperaba ese momento en que mencionan tus nombres de pila y tienes que responder afirmativamente, como lo dice el protocolo, el canon, la costumbre, la tradición, todas esas cosas que la humanidad ha construido para ocultar mediante fórmulas verbales socialmente correctas lo que el corazón no siente.

Mi cabeza se hizo un remolino.

El big-bang fue inevitable.

La primera bomba atómica era apenas una burbuja de jabón estallando.

¡Bum!

“¡No, Padre!”

El sacerdote se volteó asustado a mirarme.

Un silencio sobrecogedor se esparció por todo el recinto.

Después supe que todo el mundo se miraba entre sí con un desconcierto estilo catástrofe.

Laura comenzó a enfurecerse. Hizo esfuerzos sobrehumanos para no estallar. Aún así, volteé a mirarla.

Si alguna vez tuve que ser super valiente, éste era el momento.

“No, Laura”.

“No me hagas esto”, masculló ella, muy molesta.

“No… No debo. No puedo… No quiero”.

Lo repetí al borde del delirio varias veces, mientras mi respiración se agitaba. Miré a elena, que trataba de tranquilizarme, al público que ya estaba inquieto, al cura que no sabía dónde meterse. Por último, vi mis manos: estaban libres.

“Perdóname, Laura”.

Miré al altar.

“Perdóname, Diosito”.

Sin que nada ni nadie me importara bajé de allí sin ver atrás. La gente empezaba a armar barullo. Solo sentía a elena detrás de mí que gritaba: “¡No se le acerquen. Soy su abogada!”

Escuché a alguien aplaudir. Vi de reojo: era Jaime.

A medida que ganaba la puerta, aumentaba el paso, como si me fueran a cerrar las puertas. En realidad, me las estaban cerrando. Pero aún así, logré salir.

Respiré la primera bocanada de aire de la calle. Miré a elena. No sabía qué hacer.

“¿Dónde vive, Negro? ¡¿Dónde vive?!”, me urgió.

Por fin reaccioné.

”¡Ven!”, le grité.

Elena y yo corrimos hasta una esquina, paramos un taxi, le indicamos que vaya al sector oeste.

Los edificios, las casas, la gente, las calles, los árboles, toda la ciudad pasaba rápida frente a mis ojos… y eso que paramos como en siete semáforos. A lo mejor era una rara variante de la relatividad general.

Una y veinte de la tarde.

“es allí”, señalé.

“espérenos”, dijo elena al taxista.

Fui a tocar la puerta. La gente estaba extrañada de ver dos tipos de etiqueta a esa hora y en ese lugar. Me dio igual.

Por fin escuché pasos. Por fin, luego de una semana. Por fin, esa puerta se abría.

Por fin…

“¡Hola, Rafo!”

… era el hermanito de Josué.

“¿Tu hermano?”

“Se fue”.

“¿Se fue? ¿A… dónde se fue?”

“No sé. Dijo que quería estar tranquilo, que no lo molesten… ¿Le vas a dejar algo?”

“No”.

Me desolé.

Miré a elena.

Suspiré.

Ambos sudábamos a chorros.

Me sentí perdido.

Comencé a llorar. 

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