La idea de viajar, inicialmente, era para cambiar de aire. Osmar había tenido tres días muy confusos tras los sucesos de la ducha en los que hacía su vida de todos los días casi en modo automático, excepto actuar. Pero a la hora de dormir, incluso la noche antes de aquel vuelo, cuando traía aquel roce, aquella sensación, aquellas palabras a su cabeza, lo que conseguía inmediatamente era una fuerte erección que no amainaba hasta que se pajeaba de tal forma que si su pinga hubiese sido de papel, quizás hasta se hubiera roto.
Durante esas
tres noches, su vientre y pecho libres de vellos terminaron con ráfagas de su
blanco y cálido semen. Hasta ahora que ve al sol a punto de salir detrás de la
cordillera, a casi siete mil metros de altitud, siente la presión dentro de su
bragueta. Quisiera liberarla pero es indebido.
El sueño
comienza a vencerlo, hasta que una mano se posa en su rodilla izquierda. Se
sobresalta: ¿Evandro?
“Es la
Cordillera Blanca”.
Al mirar
hacia su siniestra, Escalante le sonríe.
“¿Ves esas
dos puntas que parecen formar una V? Es el Yerupajá. Ahí termina Lima y
comienza Áncash”.
Osmar mira sin
ver por la ventanilla:
“Qué
interesante”, califica sin mayor ánimo.
A las siete
de la mañana, el avión aterriza en el aeropuerto de Castilla, Piura. Ese solo
nombre de cinco letras lo evoca hasta siete meses antes, quizás un poco más,
cuando ingresó desde Ecuador, donde quiso sentar raíces en Guayaquil pero no
pudo a pesar que tiene un par de contactos. Aunque le gustó el clima de la
ciudad, no halló más trabajo que de mesonero. Duró una quincena no por falta de
voluntad ni por carencia de aptitudes sino por la sencilla razón de que el
dueño del negocio estaba dispuesto a explotarlo laboralmente.
Al bajar la
escalerilla y caminar sobre el concreto de la terminal, puede sentir un aire
ligeramente más tibio que el limeño y un cielo que promete estar despejado. De
hecho, viste un calentador deportivo completo en el que debajo solo tiene una
camiseta y más nada, no las dos y hasta tres capas de ropa que debe ponerse en
Lima. Afuera los espera una camioneta doble cabina.
Una hora
después, llegan a una especie de finca al pie de una empinada colina tapizada
con árboles y algunos peñascos marrones oscuros, casi negros. Escalante lo
invita a bajar, y a su encuentro salen César, el camarógrafo, y Abelardo Sosa,
el dueño de la propiedad.
“¿quieren
desayunar?”, los invita su anfitrión.
“Nos
encantaría pero tenemos que ganarle tiempo al sol”, responde amablemente
Escalante.
Y
efectivamente, el astro rey ya irradia con fuerza a pesar de ser algo temprano
esa mañana de domingo.
Un chico que
arregla unas herramientas se queda viendo con curiosidad a Osmar. El señor Sosa
lo presenta:
“él es Fernando
y hoy los acompañará en lo que necesiten”.
Es alto,
atlético y trigueño, cabello corto algo lacio, que a Osmar le evoca a Evandro.
“Mucho gusto,
para servirle”, sonríe el mancebo, y su acento convence al actor y modelo que
solo podría ser su otro amigo si fuese…
“él vino de
Venezuela”, explica Sosa, “pero se adaptó muy bien al trabajo de la chacra, y
estamos contentos con él”.
No, no es
Evandro. Osmar respira con menos ansiedad.
La primera
parte de la sesión se hace en lo alto de la ladera en aquella colina, a donde
trepan en solo veinte minutos. Para buena suerte de los tres, su condición
física en conjunto les ayuda mucho.
“Te puliste
con la locación”, comenta Escalante a César.
“Ayer me la
pasé con Fernando de arriba abajo viendo dónde hacer las tomas; hasta me sirvió
de modelo prueba”.
“¿Es en
serio, pendejo?”
“Luego
verás”.
Más arriba,
el peón y Osmar van ascendiendo también:
“Así que eres
venezolano; ¿de qué parte?”
“Aragua. ¿Tú
eres de Caracas, no?”
“¿se me
nota?”
“No, pana, ya
trabajamos antes. ¿Te acuerdas esa novela que se hizo toda en una hacienda con
caballos?”
Osmar hace
memoria y se le vienen las imágenes de golpe:
“¡Coño! ¡Tú
eras el que nos preparaba los caballos, vale! ¡Claro que recuerdo!”
“Pensé que ya
te habías… ¿cómo dicen acá? Ya te habías sobrado”.
“No, coño,
nada. Estaba distraído. ¡Qué gusto hallarte acá! ¿Cuándo entraste?”
“Dos meses y
medio, aunque oficialmente sigo en Ecuador. Me dijeron que estabas allá pero
nadie me dio razón”.
“Luego te
cuento”.
Los cuatro
llegan a un pequeño paraje en medio del bosque de charanes, faiques, hierba
alta seca y un hermoso paisaje del valle de San Lorenzo a sus espaldas.
“Aquí haremos
las primeras tomas”, anuncia Escalante. “Tienes que caminar en medio del follaje
como si pasearas por el bosque”.
Osmar asiente
y se quita la ropa. Solo queda en zapatillas. Ya le habían dicho que bajo la
hierba o había espinas o había alimañas. Además, sus pies estarían ocultos por
algunos arbustos.
“Qué rico
culo de ese huevón”, susurra César al ver cómo Escalante le pasa un poco de
vaselina para darle brillo, mientras
Fernando se asegura que no hayan esas espinas o esas alimañas durante el
trayecto que hará el modelo.
Escalante
grita acción y César se pone detrás de la cámara de televisión primero, mientras
Fernando funge de su asistente sosteniendo un rebotador plateado para
contrarrestar el contraluz que Osmar ya tiene. Diez tomas en video, unas quince
en foto. Los primeros registros no demoran más de una hora. Mientras Osmar se
pone su ropa que Escalante tenía en custodia, César desmonta la cámara del trípode
y se la entrega con cuidado a Fernando.
“Así cuando
el modelo hace su trabajo, a uno le da gusto grabar”, comenta.
“Osmar
siempre ha sido profesional”, replica Fernando.
“¿Ya lo
habías visto calato antes?”
“Ufff,
cientos de veces. Cuando los actores se cambiaban para sus escenas, veías de
todo y como si nada. Claro que la producción nos prohibía tomar fotos y esas
cosas”.
“¿De todo?”,
curiosea César.
Fernando
sonríe.
“¿También?”,
César hace un gesto con los ojos señalando a Osmar.
“No, él era
el más formalito, pero…”
“Vamos rápido
a la escena del baño”, interrumpe Escalante.
En otros
veinte minutos, ya están en un lado poco transitado de la propiedad, en toda la
base de la colina junto a unos árboles y lo que parece ser el cauce seco de un
arroyo, donde se ha dispuesto un par de bateas con agua y una jarra blanca de
aluminio, de esas antiguas. Osmar ahora sí se desnuda por completo y se pone de
espaldas a la cámara que se comienza a preparar.
“nada que
hacer carajo: ese huevón tiene el culo”,
vuelve a comentar César.
“Deberías ver
el culo del patrón”, susurra Fernando a sus espaldas.
César se
asusta.
“También te
escuché arriba en el cerro”.
“No vayas a
comentar nada”, pide el camarógrafo en voz baja.
“Fresco”,
guiña un ojo el peón.
Para Osmar,
recrear la escena del baño en esas condiciones le resulta más que una sesión de
trabajo, una suerte de terapia. No es tan estúpido como para ignorar que su
cuerpo, sus dos potentes nalgas, su actitud, su todo producen reacciones.
Mientras el agua transparente lo moja, el flagrante jabón lo cubre de una rala espuma,
mientras el viento lo seca, el sol lo calienta, mientras el cielo celeste claro
con algunas nubes lo ve como vino al mundo, entiende que está sobredimensionando
las cosas. Entre indicaciones de acción y corte, se promete a sí mismo que se
va a tomar su vida con calma. Y también se promete que si esa campaña es el
inicio de un relanzamiento de su carrera, cuando tenga dinero suficiente y una
vez que haya sacado a su familia del infierno de la crisis, se comprará una
finca en este mismo lugar para gozar lo simple de la vida. Yo también me amo, se repite.
Y así, en
medio de su trance, su pene cabezón se pone duro. No se disculpa, lo disfruta,
mira a la cámara con una sensualidad auténtica, genuina, innata.
Los penes de
Escalante, Fernando y especialmente el de César también se paran bajo sus
ropas, y en el caso de César, moja toda su ropa interior.
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