viernes, 20 de mayo de 2022

La hermandad de la luna 10.10

Casi al mismo tiempo, tocan insistentemente la puerta principal de la casa de Tito. Pablo Chira, quien duerme en el sofá, se despierta y se sienta. Frank sale de la habitación más próxima a la sala completamente desnudo.

“Ocúltate en el baño del gimnasio”, le susurra  al visitante acercándosele.

“Tranquilo”, le replica Chira, dándole leves palmaditas en la redonda, velluda y dura nalga. “Ya estoy recagado con ellos”.

El más joven –de la casa de Tito—sonríe. Sigue su camino y asoma su torso por la puerta.

“Perdone, caballero”, le indica un policía. “Orden de detención al señor Owen… Mo-Mo-Mo-gam-bo”.

“No hay nadie con ese nombre acá”, sonríe Frank.

“Señor, no nos haga…”

Frank abre la puerta de par en par (protegiéndose tras ella):

“Pase y verifique”.

El policía duda por un instante, pero decide que es mejor verificar. Su primera sorpresa es encontrar a Chira en la sala.

“Buenos días, Guerrero”.

“Buenos días”, le responde el policía, desconcertado.

“¿Quiere registrar los cuartos? Lo hago pasar al gimnasio”, ofrece Frank.

Al fondo del pasillo, Tito abre la puerta de su dormitorio, ya vestido, y abre la puerta que conecta al AMW.

“Pase, suboficial, porque estamos a punto de abrir”.

Guerrero avanza temiendo por su vida, pero avanza. Desenfunda su arma y la rastrilla para ingresar al salón de máquinas. Le encienden las luces. No hay nadie. Tito lo guía hasta el baño del gimnasio. Entran. Tampoco hay nadie. Le abren la puerta que conecta a la lavandería. Ni allí ni en los pasillos donde están estacionadas las dos bicicletas y la moto de Frank hay nadie. Aunque se extraña de que esos vehículos no estuvieran unas horas antes, prefiere no hacer preguntas.

“Disculpe, don Tito”.

“Pero le falta mi cuarto, la cocina, el baño de la casa y… el cuarto de mi hija”.

“Mejor fírmeme el cargo”, pide Guerrero.

Mira un video aquí.

Hacia las seis y veinte de la mañana, Cristian llega en un taxi al edificio donde vive, en Collique Sur. Lo primero que le llama la atención  es el carro de la Policía estacionado justo en la puerta, y personas con cámaras y celulares hablando y tomando el lugar. Ingresa y se encuentra al portero algo asustado.

“¿Qué pasó?”, le pregunta haciendo una mueca en dirección a la calle.

“Están en el departamento del señor Manolo”.

“¡¿Qué?!”

Christian llega al último piso y se encuentra a un policía resguardando la puerta y a un par de vecinos curioseando. Le muestra su carnet del Colegio de Abogados.

“Soy el doctor Christian Esteves y represento el legado del señor Rodríguez. ¿Qué ha pasado?”

“Orden de allanamiento, doctor. Adentro está el fiscal”.

Christian se congela, entra en pánico, se agita y gira sobre sus pasos rumbo al ascensor. Casi atropellando al portero, sale rápidamente hacia la camioneta, cuya llave siempre estuvo resguardada en el bolsillo del pantalón que viste desde el día anterior. Enciende el vehículo, y por defecto, la radio sintoniza una estación de noticias.

“Lo que sabemos a esta hora”, narra una mujer, “es que también se están allanando dos propiedades en una zona exclusiva del balneario La Santita, provincia de Collique. Uno de ellos había sido comprado recientemente por la corporación Cruz Dorada, y el otro, como les venimos informando desde el inicio de este noticiero, perteneció al recientemente asesinado Manuel Rod…”

Los latidos y la respiración de Christian se hacen más fuertes, al punto que puede oírlos más que cualquier otro sonido alrededor. Se paraliza. Entonces, suena su celular. El abogado regresa en sí y contesta.

“¿Doctora Salvavera? Buenos días”.

“Buenos días, doctor Esteves. Verá: estamos ejecutando una orden de allanamiento en la propiedad de quien fuera su patrocinado”.

“Sí, me acabo de enterar”, interrumpe muy nervioso, temiendo escuchar algo peor.

“Bueno, sí, se filtró. ¿Podría venir, por favor? Queremos verificar cierto hallazgo con usted”.

“Sí… ahora mismo voy”.

Christian corta la llamada, y trata de tomar aire. Los planes que había diseñado tendrán que modificarse radicalmente. Pero tiene que pensar rápido porque algunos pisos arriba, la Policía puede darse cuenta de muchas cosas.

 “Así es, se trata de un cuadernillo de documentos en los que se registran operaciones de compra-venta de bienes raíces, ejecutada por la Corporación Cruz Dorada, y que se habrían ejecutado de forma aparentemente fraudulenta –repetimos, aparentemente fraudulenta—en gran parte del valle de Colliq…”

“¿De qué documentos hablan?”, se pregunta Christian.

Busca rápidamente en su celular. Pasea y pasea sus dedos hasta que lo encuentra, y comienza a hiperventilarse.

“¡No, mierda ¡La carpeta!!”, Christian comienza a llorar. “¡Manolo reconchatumadre!”

Al fin decide acelerar el vehículo y hacer el camino hacia la finca en doce minutos. Lo mismo: un carro de la policía en toda la entrada, un par de policías a ambos lados de la puerta. Christian nota que no hay nadie más, así que decide pisar el acelerador a fondo y seguir de largo hasta Santa Cruz. Se estaciona frente al portón del AMW, que ya está abierto al público, abre la guantera, saca la pistola y se la acomoda en el cinto disimulándola bajo su chaqueta. Toma aire y baja. Su primera sorpresa al ingresar es que Frank y Adán están atendiendo a la concurrencia. El segundo, al percatarse de su presencia, se le aproxima y lo saluda.

“No vengo a verte a ti sino al negro”, le espeta Christian.

“No sé a cuál negro te refieres”, replica el cuerpo de luchador con un cinismo muy mesurado.

Christian repliega levemente su chaqueta y deja ver el arma por unos segundos.

“Dime dónde está, o esto no va a terminar bien”.

Adán se da cuenta del riesgo y clava la mirada fijamente en el abogado.

“Salgamos de aquí y te diré dónde está”

“No, Adán, ese truco no va a funcionar ahora”.

Al fondo, Frank presiente que la situación no es buena pero prefiere no hacer nada para evitar la alarma entre los alumnos que ya están entrenando esa mañana, y quienes tampoco aspiran tranquilidad en el ambiente. Mientras tanto, Adán insiste en concentrar la atención de Christian en sus ojos caramelo.

“No me iré de aquí hasta que me entreguen al negro”, insiste el abogado.

Entonces, un raro prodigio sucede ante los ojos del muchacho: la piel clara y pecosa de Adán comienza a oscurecerse en tanto que su masa muscular aumenta y se marca más; el marrón claro de los ojos se hace amarillo, y la estatura se eleva un poco más. La ropa invernal desaparece del cuerpo. Christian comienza a jadear e hiperventilarse otra vez, pero intenta conservar la calma, o quizás perderla más: saca el arma del cinto y la pone a quemarropa, o a flor de piel, en todo el medio del masivo pecho masculino enfrente suyo.

“What did you do to me?,” el joven comienza a sollozar.

El hombre transformado no le responde; solo le insinúa una sonrisa. De pronto, siente que alguien se aproxima por su espalda.  Christian hace un giro rápido y se topa con Owen , quien entra al gimnasio. Le apunta con el arma.

“End game”, le sentencia el recién llegado.

Y antes de que el abogado dispare, , un agudo dolor siente súbitamente por el medio de su espina, obligándolo a arquearse y baleando una planta de sábila colgada justo sobre el portón, la que comienza a manar un líquido rojo. Una violenta torsión de su muñeca derecha lo obliga a soltar el arma, y prácticamente con el antebrazo derecho roto, tiene que someterse a alguien que lo inmoviliza desde atrás, girando hasta tumbarlo sobre el suelo, sometiéndolo.

“Qué rico culo tienes”, le susurra Adán en su oído. “Lástima que se lo van a cachar los presos”.

Por ambos accesos a la casa, entran Tito y Pablo, quienes atan las manos y los pies de Christian con cuerdas para evitar su escape.

“Ojalá la Policía no tarde en llegar”, comenta el gladiador.

“Testaferro… Solo has sido un puto testaferro”, rezonga Christian en el suelo.

“Ya está en camino”, avisa Pablo.

“Y tú, mi puto cómplice. ¿Ya les dijiste, suboficial Chira, que tú mataste a Manolo Rodríguez?”, sigue espetando el abogado.

“Tienes derecho a guardar silencio”, le recita el joven policía.

Minutos después, la patrulla se lleva a Christian hasta la comisaría de Santa Cruz, donde el capitán Castro lo recibe junto a otros policías. Tiene el brazo entablillado.

“Usted no va a quedar limpio, comisario: ¿ya le dijo a su personal en qué está involucrado?”

“Llévenlo al calabozo”, ordena el oficial.

“”Usted planificó la muerte de Manolo Rodríguez, capitán!”, grita como enajenado el abogado.

Castro, sí, prefiere guardar silencio; mas bien se soba su propio pecho y regresa a su despacho. Allí sentado con su soledad, por primera vez en muchos meses siente que ya no hay camino hacia adelante, excepto a ser compañero de celda de quién sabe qué maleante. Revisa su celular: su nombre aparece en los papeles que ahora son de dominio público, que lo involucran con Cruz Dorada. En la puerta de la comisaría, se trata de regresar a la normalidad. Un vehículo llega y baja una mujer en traje sastre con una medalla colgada al pecho. Se presenta como una fiscal provincial y requiere hablar con el comisario cuando un disparo se oye. Todo el mundo se asusta, algunos se cubren. Solo uno rastrea el sonido y va comisaría adentro.

“¡Traigan una ambulancia urgente!”, comienza a gritar. “¡El capitán está herido!” 

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