viernes, 6 de mayo de 2022

La hermandad de la luna 10.7

En Santa Cruz, Adán invita un vaso con agua a Alvin, quien agradece.

“¿Dónde se escondió?, pregunta el biólogo.

Adán levanta las cejas fingiendo ignorancia. Se sienta al costado.

“No es quien dice ser. ¿Cierto?”, insiste el visitante.

Adán ríe levemente:

“Nadie es quien dice ser por lo general, licenciado”.

“Ya sé que no eres Édgar sino Adán, que Édgar es tu alias de batalla; pero eso no es a lo que me refiero”.

“Ya lo sabes, entonces”.

Adán pone su antebrazo izquierdo detrás de la nuca de Alvin, acerca su cara y lo besa profundo en la boca.

“No tienes que hacer preguntas cuando ya conoces las respuestas”.

“”¿Y dónde está ahora?”, curiosea el biólogo.

“Ya regresa… Él siempre regresa”.

Mira un video aquí. 

En la finca, y bajo la luna llena, elga acompaña a Frank a hacer la segunda ronda de la noche alrededor de la propiedad.

“Sí, yo sospechaba que todo era parte de un juego para evitar que venda La Luna”, dice ella.

“Perdona”, trata de humillarse Frank, aunque sin mucha convicción.

“Descuida… Si supieras cuántas veces tuve que fingir bajo el cuerpo de cada hombre que era el mejor amante que la historia hubiese conocido a pesar de que eran un desastre. Digamos que soy parte de ese juego. Sé también que Christian me utiliza, que soy parte de ese juego que ha creado”.

“O sea, todos somos fichas”, concluye el más joven. “Sector maizal todo despejado”, avisa por la radio.

“Sector maizal, negativo; tienen compañía más adelante”.

Elga se pone nerviosa y se refugia tras la espalda ancha de su empleado.

“No hay nada que temer”, Frank sonríe. “Te presentaré a un amigo”.

Giran por el camino y justo a la vuelta, la luz de la Luna apenas si ilumina la piel prieta de un hombre. La luz de una linterna deja ver su rostro sonriente.

“Tranquila”, abraza Frank a elga. “Es un amigo”.

El más joven toma la mano en la que la mujer tiene su linterna y hace que le dirija el haz luminoso de arriba abajo.

“él es Owen”, la presenta.

“Mucho gusto, señora”, dice el recién aparecido.

Diez minutos después, Frank regresa a la caseta de vigilancia a guardar la escopeta y a recargar el radio portátil.

“Vas a pasar la noche con ella?”, averigua Carlos, revisando la laptop.

“No. Hay alguien que me cree su héroe y no quiero decepcionarla más”.

Frank se sienta en una silla; Carlos le sonríe y palmea el muslo.

“¿Cómo le irá  a esta hora?”, trata de enterarse.

“Hasta donde sé, estaban en la comisaría sentando la denuncia y había un poco de gente afuera

“Sí, lo vi en el video”.

“¿Sabes qué es lo más atorrante, tío? Que el mismo cojudo que sacó esos papeles sobre Owen, ahora está transmitiendo a toda esa gente empinchada”.

“Y aquí, sobrino, una tensa paz”.

Arriba en la habitación principal, a elga no le ha costado trabajo deshacerse de su ropa. Con el dormitorio a media luz, está acostada sobre la cama admirando al increíble ejemplar que parece no morir de frío y que está arrodillado entre sus piernas, acariciándoselas suavemente, como si dos guantes de seda recorrieran sus muslos en dirección a sus caderas, y desde allí, dibujando todo su contorno de mujer. Un súbito jadeo se le escapa cuando él transita sus senos, llega a su cuello y casi sin sentirlo va apoyando todos sus músculos encima. Ella le acaricia los fuertes brazos, siente como esos grandes pectorales presionan y calientan su bien formado pecho, cómo su vientre vibra al sentir el acanalado abdomen, cómo la rigidez del sexo y la apertura del suyo se aprestan a fundirse. Puede oler un aliento que parece saber a primavera silvestre. Se besan en la boca. Luego, él le besa su delicado cuello mientras ella trata de hacer lo mismo con el de aquél, o quizás saborear el lóbulo de su oreja mientras sus manos femeninas recorren la suave espalda. No sabe a chocolate, como parece; sabe a ambrosía, a fino anís, a fresca sandía, a dulce naranja. Sabe que la está penetrando lentamente con esa enorme y gruesa verga que no ha evitado contemplar. A ella le sorprende que a pesar de un movimiento inexistente, siente como una inexplicable energía nace allí en sus entrañas y va conectando el resto de su ser, haciendo escala en su corazón, luego en su garganta, sus ojos, su mente. De pronto, está transportada, aferrada de sus enormes y duras nalgas y de sus gruesas y firmes piernas, en un indescriptible bosque tropical donde apenas hay haces de luz, donde hay abundancia de trinos, donde una fresca brisa le trae a la mente aquella canción que algún otro amante quiso censurar.

 



“Haz que este momento sea eterno”, le dice mentalmente.

“La eternidad depende de ti”, siente que le responden.

  La estancia en aquel paraje paradisíaco parece extenderse a lo largo de la madrugada. De eso se trata la magia de hacer el amor, de que la realidad en ese espacio íntimo donde los jadeos, gemidos, palabras cariñosas y caricias son notas del pentagrama, que no sean una pugna por dominar o ser dominado sino una hermosa comunión que inicia desde el primer beso y no acaba jamás. 

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