domingo, 4 de septiembre de 2022

El precio de Leandro 4.1: Rompiendo las reglas


El viernes por la noche, en la discoteca, lo que le molestaba a Leandro no era ni el ruido, ni la gente fumando, ni la semioscuridad que no dejaba lucir su traje gris metálico pegado al cuerpo (y que, a pesar de ello,  había provocado ciertas miradas no tan disimuladas a su entrepierna y su culo), o que uno de los chicos ahí le haya quedado mirando el trasero a Cintia (sin que ella lo note) con cierta lascivia; le molestaba que lo hubiesen dejado en zona VIP, y no en Platinum, donde estaban los ‘boxes’, y a donde solo se podía entrar si te lo autoriza un vigilante alto y con pinta de luchador de catchascán, un micrófono de grulla decorándole la mejilla izquierda.

 


El trabajo de esa noche será impulsar una bebida energizante y repartir toda la mercancía publicitaria que han dispuesto. Otro chico y otra chica cubren la sala, organizan concursos en las mesas, dan a probar el producto, se toman fotos. Leandro idea una manera para escabullirse a la zona prohibida cuando en la puerta aparece Darío, quien pregunta algo al vigilante y éste le niega con la cabeza tras hablar mediante el micrófono. La bulla y la distancia le impiden saber qué se están diciendo. Darío vuelve a entrar a la zona de boxes. Es cuando Leandro intenta algo arriesgado, y camina hasta el vigilante (ante la aterrada mirada de Cintia):

“Tengo que coordinar algo con Darío Echenique”, le grita al oído. “¿Puedo entrar un momento a verlo?”

“¿Darío qué?”, el guarda frunce su ceño.

“Darío Echenique, el modelo con el que acabas de hablar”.

“Tú estás en VIP, ¿no?”

Leandro sabe que negarlo es estúpido:

“Solo le daré un dato que necesita saber”.

“Lo siento; VIP en VIP, Platinum en Platinum”.

Cuando intenta insistir, una de las modelos le topa el brazo y se le acerca a la oreja:

“¿Quieres dejar de fomentarme desorden, Leandro?”

“Necesito hablar con Darío”, pide el muchacho.

“No puedes”, lo desautorizan. “Regresa a tu puesto”.

 


Leandro vuelve cerca a Cintia, quien se le aproxima y lo codea fuerte en el costado:

“¿Qué pretendes?”

“¿Yo? Nada”.

Cintia desiste en regañarlo porque la modelo les llama al orden con un gesto.

 


Leandro regresa a jugar con la concurrencia cuando se percata que Darío sale disparado de la zona de boxes hacia la puerta de acceso de ese salón. Está con un ojo allí y el otro en sus concurrentes. A los pocos minutos, Darío y otro guardia de seguridad escoltan a una persona no tan alta, cabello corto,  cuidada barba, camisa y jean mas bien normales. Lo reconoce porque lo ha visto en varias revistas de moda y sociedad: ¡Roberth Peña!

 

Casi instintivamente, camina hacia él, dejando a la gente con la que ha estado jugando, y cuando va a alcanzarlo, ¡pum!, se choca contra el primer guardia de seguridad:

“¿A dónde crees que vas?”

Leandro no tiene una respuesta y solo sigue a Darío con la mirada, desesperado, impotente, como si alguien muy querido se hubiese ido a un largo viaje, o para siempre. Otra vez le topan el brazo. Es Cintia:

“Por favor, no la cagues”, lo ruega al oído.

Leandro lee la frustración en el rostro de su amiga y regresa a su puesto.

 


Un cuarto de hora después, Darío reaparece junto al guardia de seguridad. Leandro lo mira pero no intenta nada, aunque nota con extrañeza que la otra modelo de su sala se les haya acercado. Darío reingresa a la zona de boxes y la modelo camina derechito hacia él. Fijo que lo despedirán en ese mismo momento:

“Anda discretamente al cuarto de servicio”, le indica la chica.

Ya fue, piensa el muchacho. Sabe que cuando entre, le pedirán que entregue el uniforme, tomará su ropa y tendrá que irse del lugar. ¿Y Cintia? A esperarla afuera soplándose y resoplándose el frío húmedo de la medianoche. ¿Le pagarán una fracción, no?

  

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