jueves, 29 de septiembre de 2022

El precio de Leandro 6.4: el chico de mantenimiento


Y así fue. El miércoles luego del entrenamiento, Leandro acude hasta la productora a retirar el pedazo de papel. ¡es la primera vez que por un solo trabajo el monto tiene cuatro cifras, dos ceros al final!

“¡Hijo!”.

Cuando Leandro levanta la mirada, ve que Roberth sale de una de las oficinas. Se le acerca y le palmea el hombro.

“Excelente trabajo”, lo felicita.

“Gracias. ¿Y qué me tocará hacer ahora?”

“Independizarte de Darío”, aconseja el fotógrafo en voz baja.

“¿Y cómo crees que voy a hacerlo?”

 


Durante toda esa tarde, Leandro recorre (transportado por Rico) al menos dos agencias de publicidad, una productora y una agencia de talentos dejando hojas de vida y fotos. En todas es recibido con amabilidad. Claro, si dices “vengo de parte de Roberth Peña”, las cosas se te facilitan mucho.

“¿qué viene ahora?”, le pregunta por teléfono.

“Ahora, a esperar”, le aconseja su mentor.

 


Rayando las siete de la noche, Leandro regresa a su casa.

“Gracias, Cintia. ¿Alguna complicación?”

“No, ella queda tranquila, Leo”.

Un beso en la mejilla es la mayor despedida a la que esa eterna amiga puede aspirar del muchacho. Cuando ella sale, Adela aparece por el pasadizo que da a los dormitorios.

“¿Por qué tan tarde, hijito?”

Estuve dejando papeles, má”.

“¿Por qué? ¿Acaso Darío no está consiguiéndote desfiles y esas cosas?”

“Sí, má; pero… también… también tengo que abrirme paso por mi cuenta”.

Adela sonríe e invita a su hijo a sentarse en la mesa. Ha preparado una de las comidas favoritas del joven: pollo a la plancha, ensalada y una generosa ración de puré de papas. Ella solo toma una sopa de verduras. Lo mira amorosa, como lo mira toda la vida, desde el momento en que lo pusieron en sus brazos pesando tres kilos cuatrocientos cincuenta gramos, y todo eran inquietudes y sobresaltos.

“Leíto… hace tiempo quiero preguntarte algo… respecto a Darío y a ti”.

El muchacho trata de mantenerse sereno, aunque un sudor frío comienza a recorrerle la espalda.

“Dime, má”.

“Hijo, yo sé que tú ya eres adulto, pero quiero que sigas confiando en mí como lo has hecho toda la vida… ¿Hay algo que me quieras contar sobre… cómo te digo…?

“¿Darío y yo?”

Leandro, a pesar de fingir indiferencia a la pregunta, siente que está acorralado, así que sus opciones son inventar una nueva mentira o decir la verdad, al fin. La ventaja es que las mentiras, hasta ahora, han mantenido tranquila a su progenitora. ¿Vale la pena romperla para contarle que todo ha sido una bola de nieve sobre la que él creía tener el control pero que resultó derribándolo? Toma aire, toma unos segundos, toma impulso, y cuando va a abrir la boca… suena el timbre.

“Esperas a alguien, má?”

“No. ¿Cintia se habrá olvidado de algo?”

Leandro se levanta y va a atender la puerta: es Darío.

“¡Adela de mi corazón! Por fin regresé”. Le da un sonoro beso en la mejilla. Madre e hijo notan varias bolsas colgando de una de las manos del recién llegado. “Les traje unos regalitos”, contesta a las miradas apeladoras. Un vestido, una camisa, un jean, otro vestido, un chal. Adela y Leandro no obvian el agradecimiento, pero no pueden dejar de cruzar miradas que denotan desconcierto cuando el supermodelo no les ve.

 


Muy a pesar de Darío, Adela le invita algo para cenar, y tras conversar un rato, ella se retira a dormir. El supermodelo y Leandro se quedan solos en la sala, y el primero aprovecha para robarle un beso.

“¿Me extrañaste, Leo?”

“Darío, por favor”, ruega el futbolista en voz baja.

“Tengo otros regalitos para ti arriba… pero me gustaría vértelos puestos para asegurarme que son la talla correcta”.

“Darío, no puedo dejar sola a mamá”.

“Podemos ir a tu cuarto. Subo altoque, los recojo y bajo. Ella no sospecha nada: piensa que solo somos amigos y compañeros”.

Leandro se paraliza. Quiere advertirle a Darío que es probable cierto cambio en la percepción de su madre respecto a la amistad de ambos chicos, pero no tiene tiempo. Darío se levanta entusiasmado, sale del departamento, camina el pasillo, llega al ascensor, lo pide, y cuando se abre la puerta…

“Buenas noches, don Darío”, vuelve a pasarle la voz el joven moreno con la sonrisa pendeja en su rostro y el uniforme de mantenimiento de la Corporación Echenique cubriendo su esbelto cuerpo. El supermodelo comienza a hiperventilarse y se mete a toda velocidad al elevador, casi llevándoselo de encuentro.

  


Darío llega al penthouse al borde de una crisis de histeria, a punto de llorar pero de cólera. Busca su celular, marca algo, espera que le contesten.

“Buenas noches, don Darío”.

“Wílmer, ¿se puede saber qué está haciendo ese sujeto en el edificio?”

“¿Qué sujeto, don Darío”.

“¡el que está subiendo y bajando en el ascensor, el empleado de la Corporación!”

“ah, lo mandó su padre”.

“¿Cómo?”, Darío abre los ojos y comienza a hiperventilarse de nuevo.

“¿Quiere que le diga algo a él, don Darío?”

“Quiero que se vaya de la Torre, Wílmer; ¡y que lo haga ahora!”

“¿Pero, y su papá?”

“¡Que se vaya a la mierda mi viejo!” El tono de llamada entrante se oye en el auricular del teléfono. “Quiero a ese sujeto fuera de la Torre, y si mi viejo dice algo, que me llame”.

“A la orden, don Darío; así se hará”.

“Así espero, Wílmer; gracias, hablamos”.

Darío finaliza la llamada actual y da paso a la que acaba de entrar:

“¿Qué quiere este reconchasumadre?”, se pregunta viendo la pantalla del celular, y decide contestarla. “¿Qué mierda quieres?”

“Uy, Darío, hermano; qué rápido te olvidas de los amigos… Te traigo lo tuyo, solo lo tuyo, y nada más… Tú ya sabes qué es, ¿no?”

“Deposítamelo”, espeta el modelo.

“Pero, hermano, ¿no puedo verte un momento? Quiero hablarte cosas del negoc…”

“¡Que me deposites la plata, he dicho, carajo!”

“Ya, ya, no me grites, Dary. No te conviene ser agresivo conmigo. ¿entiendes?”

“No me amenaces, Rico. No sé qué se traen entre manos, pero si piensan joderme la vida, yo los mato. ¿Me escuchaste, Rico? ¡Yo los mato”.

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