jueves, 8 de diciembre de 2022

Ser Rafael 16.1: La persona correcta


Ese sábado me desperté a las cuatro y media de la mañana.

Mejor dicho, la llamada del Tuco me despertó a las cuatro y media de la mañana.

Contra mi costumbre, me había ido a la cama a las diez de la noche. ¡Ni siquiera fui a ver a Laura!

Me fascina viajar, pero esta experiencia iba a ser mucho muy distinta, definitivamente. ¡Valía la pena acostarse temprano y despertarse emocionado!

Me di un baño, di una última ojeada a mi mochila y salí a la sala a esperar a Josué. Mamá ya estaba levantada.

“¿Por qué salen tan temprano?”

“Porque nos vamos en moto”.

Mamá puso ojos de terror.

“Pero, hijito, ¿no has visto la cantidad de accidentes que hay en moto?”

El timbre de mi casa sonó. Me levanté del sofá.

“Me voy. Regreso mañana”.

“¿Y si te pasa algo, Rafo?”

“Pues… ya no regreso mañana”.

Salí de casa.

Admito que dejé a mamá angustiada, pero también admito que no quería perderme esta experiencia.

Acomodamos las mochilas en la parrilla de la motocicleta y partimos.

el amanecer nos dio al pie del cerro Vicús, donde buscamos un sitio para desayunar entre todos los restaurantes al filo de la carretera, en los que la carne seca estaba colgada como si fuera ropa acabada de lavar.

Josué se metió en una casa medio perdida entre las otras, donde lo trataron como rey y pagó como pobre. En los otros lugares hubiera sido completamente al revés.

Desayunamos plátano maduro frito, carne seca frita, algunos panes y café acabado de pasar.

En veinte minutos reemprendimos la marcha, decidiendo entre el bosque seco y el área agrícola.

el paisaje me sobrecogió.

Con mi celular comencé a tomar fotos a todo lo que veía… aunque la foto saliera movida.

“No voy en tren, voy en moto. No necesito a nadie, a nadie alrededor”. El Tuco y yo cantábamos a voz en cuello. La gente a los costados del camino nos quedaba mirando como locos. ¡Y es que estábamos locos, pero de alegría!

A las ocho y media llegamos a Canchaque, tierra de rico café y de hermosísimos paisajes. Subimos su caprichosa plaza de armas, con una curiosa pileta coronada por un ángel, y fuimos por una calle empinada. Nos detuvimos en una casa de adobe más arriba del pueblo, donde la vista era dominada por un raro cerro de laderas verdes y cumbres como olas.

“es el Mishawaka”, me explicó Josué.

Metimos la moto a una especie de sala que tenía una banca de madera como todo amoblamiento.

“Aquí vivieron mis tíos antes de mudarse a la ciudad. Ahora vienen una vez al mes, pero ya no viven. Aquí podemos montar una especie de oficina de contacto”, continuó explicándome.

“Pero hay que habilitar la conectividad”, observé.

Sonó mi celular. Era Laura.

El resto de la casa tenía una cocina a leña, un patio interior repleto de orquídeas, un baño completo y tres habitaciones. Mientras hablaba con Laura, Josué trató de abrir una de ellas, pero no pudo. Probó con otra y lo consiguió. Metió sus cosas y las mías.

Al cortarle a Laura, él salió.

“La buena noticia: tenemos dónde dormir. La mala: solo hay una cama”.

Ingresé al dormitorio. Había un lecho ancho con cobijas y algunos baúles.

“La cama es perfecta”, señalé. “No sería la primera vez”.

“¿en serio estarás cómodo durmiendo conmigo?”

“¡Bah, Tuco! No me digas que ahora me tienes miedo”

Me reí.

“OK, Rafo. Además será solo por una noche”.

esa mañana nos dedicamos a visitar a algunos caficultores cerca del pueblo.

Muchos de ellos están metidos en la producción orgánica, pero en los últimos años habían tenido caídas en las ganancias debido a plagas, y la organización que les acopiaba el grano no había sido muy eficiente en orientarlos y prevenirlos.

“el clima loco, jovencito”, nos dijo uno de los productores, un hombre de sesenta años.

saqué mi celular. Activé una aplicación para ver condiciones del tiempo.

“esta noche no lloverá”, informé.

El hombre me miró, vio al cielo.

“Parece que no, jovencito… pero ¿cómo lo sabe?”

Le mostré al campesino lo que decía mi celular. Lo comprendió a medias, pero se maravilló que un aparato pudiera predecir las lluvias, o las sequías.

También vimos sus hectáreas de cacao, y salimos con sendos saquillos de naranjas, café y maíz.

Antes de almorzar, visitamos a otra productora quien además cultivaba lindas y coloridas flores; incluso, en el patio de su casa hacía fosforescentes tejidos con una técnica milenaria: ponchos, alforjas, talegas, jergas para los bancos de madera. No resistí a comprarle uno, que, sabía, mamá lo apreciaría demasiado.

La mujer fue tan considerada que hasta me dio una taleguita como regalo.

También compré un tapetito para Laura. De hecho, le tomé una foto y la compartí en redes sociales: “Tu regalo”, le puse.

Almorzamos un clásico serrano: mote con chancho, y, como no podía ser de otra manera, café.

Luego de comer, fuimos hasta el vecino San Miguel del Faique para ver a otra persona, que no encontramos, pero a cambio fuimos a ver un poco de paisajes y unos raros petroglifos.

“¿Quieres ir a los peroles?”, me invitó el Tuco.

“¿qué es eso?”

Tras internarnos por un camino de arcilla, llegamos a una especie de piscina en la misma roca, a la falda del cerro, donde agua cristalina caía. No había gente.

“¿Nos bañamos?”, me animó el Tuco.

Se quitó toda la ropa, buscó una piedra y se dio un clavado.

También me quedé desnudo y me clavé en el agua.

¡Maldita sea!

¿el agua estaba helada, carajo!

Temiendo morirme de hipotermia, estuve un rato y salí a que me calentara el sol. Temblaba de pies a cabeza.

“¡Conchetuvida, si me muero de pulmonía será tu culpa!”, le reclamé.

Josué se reía mientras seguía nadando como si nada.

Al regresar al pueblo, nos topamos con unos primos suyos. Gente simpática, la verdad: nos invitaron a merendar.

Regresamos a tomar un baño. Primero entré yo.

“¡Mierdaaa! ¡Me voy a morir congelado acá!”, volví a reclamar, mientras el agua helada caía de la ducha artesanal.

Después, al mismo tiempo que el Tuco se bañaba, saqué mi libreta de apuntes, y comencé a garabatear unos diagramas.

Cuando Josué salió, tenía las cosas más claras.

“¿Sabes qué? Ahora que he visto a tus proveedores, me parece que lo mejor que podemos hacer es trabajar con ellos dándoles data de utilidad como condiciones del tiempo, precios en tiempo real, como una bolsa de valores pero aplicada a sus productos. Todo conectado a sus celulares. Eso también te permitirá negociar precios y seleccionar mercancías. Incluso como aquí hay señal de celular, podemos gestionarles planes de datos para que envíen fotos del producto. Así decides en tiempo real, y puedes prever tus existencias”.

“¿Y eso en cristiano, Rafo?”

“Construir el sistema me tomará no un fin de semana; quizás tres. Pero además, tenemos que capacitar a tus proveedores. Huevón, será uno de los mejores proyectos de integración de saberes tradicionales y tecnologías de la información. ¡Hasta podrías exportar, Tuco!”

“¿Tanto así?”

“La ONG de mierda que los apoya solo los conecta con el mercado externo, pero se olvida de empoderarlos para cuando ya no tengan capacidad gerencial. Entonces, estarán a la deriva, y todo se va a la mierda”.

“Pero están asociados”.

“Pero su dirigencia está llena de pendejos. ¿Te diste cuenta que el tío de la primera chacra estaba perdido en temas gerenciales? Ya pues: su famoso empoderamiento para la asociatividad es puro floro. Sí la haces, huevón”.

Josué se emocionó; me palmeó el hombro.

“Gracias, Rafo. Sabía que eras la persona correcta”.

“¿en serio creíste eso?”

“Rafo, desde el colegio siempre hemos sido yuntas, pero con lo que me dices, creo que más que amigo, tengo también un socio”.

Me alegró escuchar éso. 

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