lunes, 19 de diciembre de 2022

Ser Rafael 18.1: No quiero que te mueras


En la pantalla SE VEÍA…

¡Por Dios, ya no recuerdo qué se veía en la pantalla!

ese domingo ESTUVO repleto de sentimientos encontrados. Por un lado, alegría y satisfacción porque yo no; pero tristeza e incertidumbre porque mi mejor amigo sí.

Tras conocer la inesperada noticia, me pasé toda la jornada con Josué, acompañándolo, dándole mi apoyo, mostrándole que si habíamos estado en las malas, no dejaría de estar en las peores. Y ésta fue la peor de todas, hasta ese momento.

Lo realmente jodido fue sentarnos ante sus padres y revelarles que, además de ser homosexual, era…

La oscuridad que tenía alrededor ayudó a disimular mi llanto silencioso.

¿Por qué él?


Estaba en la función de siete y cuarto de la noche en el cine triple X, y apenas habían corrido cinco o seis minutos de la cinta.

Mientras el actor y la actriz se quitaban la ropa en la pantalla, yo no sabía qué hacer con mi espíritu: si blindarlo y vestirlo contra el frío, o quitarle todo y arriesgarme a rasguñarlo más.

Un hombre se sentó a mi derecha. Encendió un cigarro. No me importó que me viera o me reconociera.

“Hola”, me dijo. “¿Recién comenzó?”

“Sí”, respondí con levedad.

Está buena, ¿no?”

“Sí, parece que sí”.

“¿Siempre vienes?”

“Hace siete meses que no vengo”.

“¿Cómo te llamas?”

“Rafael”.

“Bonito nombre… ¿pero no es el verídico, no?”

“Es mi nombre”.

El hombre dio una pitada. En pocos segundos, el olor a tabaco se imponía a la humedad del recinto.

“¿qué buscas?”, me preguntó.

“Respuestas. Hace tiempo que busco respuestas”. Suspiré largamente. “La vida parece haberme dado una segunda oportunidad. El caso es que en mi vida he estado con un pie en dos hemisferios distintos, entre tirar con mujeres o tirar con hombres. Tiro con mujeres para conservar ciertas apariencias, pero la verdad es que me gusta tirar con hombres”.

El hombre dio otra pitada.

“Me parece que ya tienes las cosas claras. ¿Qué respuestas buscas, entonces?”

“La gente no acepta que dos hombres hagan una vida juntos, aunque te mueras de amor por uno de ellos. En cambio, no hay joda si se trata de hombre y mujer, aunque luego se pasen años de años como perro y gato… gata quiero decir”.

El hombre suspiró.

“¿Tienes enamorada, al menos?”

“Claro. Casi cuatro años de relación, dando tumbos, pero ahí vamos”.

“Cásate, entonces”.

Volteé a mirarlo y noté cómo la combustión del tabaco iluminaba sutilmente su grueso rostro.

“¿estás loco?”

“No…. ¿Rafael dijiste? Casarte lo resuelve todo. Cuidas tu imagen pública, y puedes hacer tus cochinadas por allí. Además te protege de los otros chicos: cuando estás soltero, están allí encima como moscas, alucinando que pueden tener algo contigo; en cambio, cuando te casas, te miran con respeto, no te acosan y puedes darte el lujo de elegir, usar y botar. Casarte te da caché”.

“¿Cómo sabes todo eso?”

El hombre volvió a pitar. Botó la colilla y la pisó con su zapato.

“Hace catorce años que estoy casado. Desde los 24 años. Tengo treinta y ocho. Tengo mi mujer, dos hijos, y cuando quiero acción, vengo acá, consigo cualquier pasivita y me olvido del asunto. Satisfago a todas las partes, especialmente a mí, y nadie me dice nada”.

Me quedé pensando. Lo que había escuchado parecía tener sentido.

Súbitamente, percibí su mano sobre mi muslo. Me lo apretó. La tomé y la retiré.

“Gracias por el consejo. Tengo que irme”.

“¿Volveremos a vernos, Rafael? Tienes buenas piernas”.

“Quién sabe”.

Me levanté, previa escala en el baño. Tenía necesidad de orinar.

Mientras acababa, oí unos gemidos que venían de uno de los cubículos al costado. Sigilosamente avancé, y lo hallé con la puerta abierta: un chico estaba agachado, con el pantalón y la ropa interior por las rodillas mientras otro hombre, como de treinta y cinco, lo penetraba casi apoyado en una de las paredes, en tanto que enfrente de ambos, pegado a la otra pared, otro hombre, de unos veintiocho, estaba también con un pantalón deportivo bajado a la altura del muslo, con su miembro rígido al aire libre, tratando de que la boca del pasivo pudiera complacerlo. El de treinta y cinco me vio, mientras se

movía con cierta dificultad; hizo con su cabeza el ademán de que me acercara. No le acepté y me fui.

Apenas era las ocho de la noche, cuando llegué a la casa de Laura. Toqué el timbre varias veces, pero no me respondieron. Llamé a su celular. Parecía estar apagado.

Regresé a mi casa.

Mamá estaba con cara de pocos amigos.

“¡Se te olvida llamar para avisar dónde estás o a qué hora regresarás!”

“Estaba ayudando al Tuco, mamá. Se presentó un problema, y tenía que acompañarlo”.

“¿Qué problema?”

“Nada. Un proceso del negocio. Nada más”.

“¿Quieres decirme en que líos te estás…”

“Mamá, trátame como adulto, por favor. Déjame tomar mis decisiones, ¿quieres?”

Mi madre guardó silencio mientras me observaba con asombro. Fui a mi dormitorio.

Me bañé y me acosté desnudo en mi cama.

Llamé a Eduardo. Su broma pesada debía tener una explicación, y esta vez no aceptaría un ¿estuve borracho, no me acuerdo’ como excusa.

Nada, mierda.

Llamé a Josué.

“¿Cómo sigues?”

“Ahí”, me contestó lloroso. “Pensando”.

“¿Irás al hospital, como te dijeron?”

“No sé, huevón. Justo ahora que comenzamos el negocio”.

“Pero si te enfermas más, ya no podrás manejar el negocio”.

Josué se quedó callado un rato.

“¿Y si cancelo todo, Rafo?”

“No debes. ¡es tu proyecto! No puedes. Hay gente que depende de ti. Y sé que, en el fondo, no quieres. Has luchado tanto por esto. Podría ser una prueba”.

“Una prueba para conseguir ¿qué, Rafo?”

“No lo sé, la verdad. Solo sé que tienes que luchar y que jamás te dejaré de lado”.

“¿Por qué?”

No pude más. Comencé a sollozar.

“Porque te quiero, carajo. Porque no quiero que te mueras”. 

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