martes, 27 de diciembre de 2022

Ser Rafael 19.2: Despedida de soltero


A diferencia de otras ocasiones, hicimos todo el trayecto en silencio. Mi pecho chocaba contra su espalda cada vez que debía frenar.

Llegamos.

Josué me dejó en la vereda fuera de mi block. No había un alma en la calle.

Me dio la mano con fuerza.

“Rafo, no hay nada qué pensar: no seré tu testigo. No me pidas algo que me hará sufrir”.

Sentí su voz quebrarse. Yo sentí que mi corazón se encogía.

“Solo dímelo, y soy capaz de…”

“Rafo, ya lo sabes… Lo mejor será que dejemos de vernos hasta que regreses de tu viaje de bodas”.

“No me pidas eso. ¡Me necesitas!”

Josué ya estaba llorando.

“No. No lo hagas por mí. Hazlo por ti, por ti, por ti”.

Se calmó un poco.

“Josué, no me pidas que deje de verte. No tú”.

“Te amo, Rafo. Te amo con todo lo que soy y lo que tengo. Confío en ti”.

Arrancó la moto y se fue.

Comencé a llorar en plena calle. Presentía lo peor.


Toda esa semana, Josué no respondió mis llamadas, ni me contestó en redes sociales, ni fue a esperarme para ir juntos al gimnasio (se cambió de turno a la mañana, para no coincidir, según deduje).

En lo que a ese domingo correspondió, fue difícil conciliar el sueño.

El resto de la semana no tuve otra opción que respetar su decisión, aunque me doliera en el alma. Y me estaba doliendo mucho en el alma; pero, ¿por qué?.

Igual, esa semana se hizo llevadera pues Laura se encargó de mantenerme absorbido. Apenas salíamos del gimnasio, ella tenía mil pendientes para hacer, lo que me dejaba agotado y me mandaba directo a la cama.

El viernes, víspera de la boda, mis compañeros de trabajo me llevaron directamente a un local donde nos encontramos con los compañeros de trabajo de Laura, algunos amigos –menos Josué-, y… Eduardo. Quiero decir, Eduardo estuvo allí invitado por Laura. Me esforcé para no toparme con él durante toda la celebración.

Laura se las había ingeniado para que las fiestas de despedida de soltero y de soltera se hicieran en el mismo lugar, a la misma hora y con la misma gente.

Hubo los juegos de siempre, comida, trago, y como broche de fondo, un stripper y una stripper, que nos deleitaron con un espectáculo erótico convencional, esto es, se quedaron en hilo dental, se acariciaron, hicieron la finta de tener relaciones pero de pie y listo. Lo único rescatable era la espalda, los pectorales, las piernas y el trasero del bailarín. Obviamente, como la gente estaba más o menos bebida, le dio lo mismo si eran bonitos o feos.

La reunión finalizó casi a medianoche, cuando Laura, medio bebida, se me acercó con Eduardo.

“Rafo, le pedí a nuestro amigo que se asegure de que irás directo a tu camita”.

¿Nuestro amigo? Si algo tengo que reconocerle a Eduardo es su camaleónica manera de relacionarse con mi entorno, generar tamaños desbarajustes y salir ileso. Fui un tonto al no pedirle cátedra de eso.

“¿Ah sí?” Me lo quedé mirando.

“Sí, Rafito, como Eduardo no ha tomado casi nada, que te lleve en el carro”.

Al fondo salían los dos strippers.

“OK. Que me lleve a casa, entonces”.

Me retiré con Eduardo.

“Menos mal que mañana estaré casado”, le dije rezongando.

Fuimos hasta el auto. Lo abordamos. Enfrente nuestro, el chico y la chica que habían actuado para todos nosotros tomaban un taxi.

“Estuvo misio el show de los strippers, ¿cierto?”, me comentó.

“Sí, medio monse”, le respondí.

“Sé que Laura me encargó algo, pero… si deseas, puedo llevarte a un lugar donde sí tendrás una verdadera despedida de soltero”.

“¿Una disco de ambiente? No, gracias. Prefiero ir a casa”.

“Mejor que eso”.

Eduardo hizo una llamada y fuimos a un edificio cerca de unas residencias militares; subimos a un departamento.

Nos recibió un chico blanco simpático, de evidente buen cuerpo, en medio de una sala a media luz, perfumada y con una música a punta de saxo y piano.

Cruzamos una especie de cortinas hechas con velos y pasamos a un espacio donde había cojines por todos lados, botellas con algo que parecía ser vino, lámparas de luz tenue y difusa. Esperamos unos minutos. La música cesó un segundo y comenzó una melodía árabe.

El anfitrión había cambiado su camiseta y su jean por una camisa y pantalón vaporosos. Se puso a bailar rítmicamente delante nuestro, como si su cuerpo recibiera gentiles cantidades de electricidad, lo que lucía grácil pero enérgico.

Eduardo me convidó de una de las botellas. Era un licor dulce, parecido al vino.

Lo caté y encontré agradable.

El muchacho ya se había despojado de la camisa, revelando pectorales y abdominales finamente labrados. Invitó a que Eduardo se ponga de pie, y lo hizo bailar.

El chico me pidió la botella y tomó el licor directamente del envase, se acercó a la cabeza de Eduardo y lo besó con la boca bien abierta, a medida que le quitaba la camisa. Volvió a probar otro poco de trago, a repetir el beso, y a intentar sacarle los jeans.

Un cuarto de botella después, Eduardo solo vestía calcetines, y el bailarín le estaba practicando sexo oral, primero por adelante; luego hundió su cabeza entre las nalgas de quien supuestamente tenía que asegurarse de que ya estuviera en cama.

Yo, obviamente, nada de sueño; estaba más que excitado.

El bailarín se levantó, se quitó el pantalón y se quedó sin nada de ropa. Hizo que Eduardo le hiciera lo mismo que él le había practicado.

Como era de suponerse, la performance se repitió.

“Desnúdate”, me dijo el chico. “Deja toda tu ropa a ese costado”.

No esperé más. Me quedé como Dios me trajo al mundo, y puse mi ropa donde me dijo. Allí había otra botella de licor.

“Tómala”, me dijo.

La agarré, la abrí y la bebí sin usar copa ni vaso.

“Ven”, me invitó.

Eduardo nos hizo sexo oral a los dos. Luego, ambos se arrodillaron como si estuvieran adorando al dios de la fornicación; dejaron que regara licor entre sus trabajadas nalgas, y que lo probara.

El bailarín sacó unos condones de entre los cojines, y el resto de la faena consistió en penetrarlos indistintamente y en todas las posiciones que la embriaguez y la flexibilidad nos permitieran. El chico también penetró a Eduardo, y Eduardo hizo lo propio.

Nuestros jadeos y gemidos, y uno que otro gruñido, se confundían con la música árabe que parecía no cesar.

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