miércoles, 12 de octubre de 2022

el precio de Leandro 8.3: evadiendo a Darío


En la casa de Adela, el cuarto del futbolista es una revolución.

“Casi no tengo ropa de verano”, observa el muchacho.

“Ay, hijo, ¿pero así de pronto te contrataron?”

“¿Lo puedes creer?”, reacciona el chico, muy entusiasmado.

Un auto se estaciona en la puerta de la casa. Adela y Leandro casi no lo oyen. Medio minuto después, golpean la puerta.

“¿Esperas a Rico?”, averigua la madre mientras ayuda a su hijo a doblar alguna ropa.

“No, para nada. Voy a ver”.

Leandro camina hacia la puerta, pero justo a mitad de sala, su teléfono vibra. Es Alberto Madero. Regresa a su dormitorio.

“Mamá, ¿puedes abrir tú, por favor? Me llaman por mi número de reserva”.

Mientras tocan la puerta por segunda vez, Adela camina hacia la sala, y al abrirla.

“Buenas noches, Adela”.

La mujer se queda de una pieza: es Darío.

“¿Está Leandro en casa?”

La mujer suda frío y hace esfuerzos para no desvanecerse.

“No… No está”, tartamudea.

“¿Y te dejó sola?”

“Cintia ya viene en camino”.

Darío nota que Adela palidece.

“Vamos a sentarnos. Llamaré a Leandro”.

“¡No! No es necesario”.

“No estás bien, Adela”.

“Es solo el frío”.

Darío cierra la puerta; entonces, la mujer se da cuenta que el muchacho lleva un sobre cerrado.

“¿A qué hora regresa Leo?”

“Mi hijo salió de viaje, Darío”.

“¿Cuándo regresa?”

“No lo sé”.

“¿Y estás quedándote sola aquí?”

“Darío, te agradezco mucho tu preocupación, pero mi hijo y yo hemos decidido resolver nuestros problemas únicamente en familia. Entonces, si me disculpas”.

“Perdóname, Adela, no fue mi intención inmiscuirme. Es que se fueron de la Torre, así nomás”.

“Te dijimos que no me acostumbraba; no es mi barrio”.

“¿eso lo entiendo, pero podríamos haberlo arreglado. No sé. Arreglar esta casa”.

“Darío, por favor. Mira, a nombre de mi hijo, te agradezco todo lo bueno que has hecho por nosotros. Pero… creemos que ya fue suficiente”.

Se oye que algo suena adentro.

“¿qué fue eso?”, Darío alarga el cuello tratando de ver hacia el pasadizo.

“Algo que dejé mal puesto. Mira, no quiero ser maleducada, pero quiero preparar algo para Cintia, quien vendrá a acompañarme”.

“Podría ayudart…”

“¡Darío, ya basta, por favor! ¡Ésta es mi casa!”

“Es la casa de tu primo, Adela”.

“¿Qué importa eso ahora?”

En el cuarto, Leandro entiende que su torpeza al descuidar su billetera, que acaba de caer al suelo, está a punto de quebrar la mentira que su mamá ha armado; pero la impertinencia de Darío ya llegó a todo límite. Manda todo al diablo y se dispone a salir de su escondite cuando la puerta suena de nuevo. Escucha que abren.

“Hola, doña Adela”. Es Cintia. Leandro respira aliviado. “Hola Darío”.

“Hola”, le responde el supermodelo, dándole un beso.

“Gracias por venir, hijita”.

“Bueno, yo me voy. Adela, dile a Leandro que… se le extraña y se le quiere en la Torre. Que él lo sabe muy bien”.

Adentro, el futbolista sigue inmóvil, esperando lo inesperado. Se recrimina a sí mismo no haber tenido la valentía de confrontar a su aún auspiciador y dejar que su madre se encargue del trance. Su cerebro despierta cuando oye que la puerta de la calle se cierra. Por fin puede respirar a todo pulmón.

“Así que aquí estabas”.

Leandro casi salta hasta el techo. Mira a su costado: es Cintia.

“Ya decía yo que esa voz era muy fina para ser la de Darío”, alcanza a reaccionar.

  

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