sábado, 8 de octubre de 2022

Ser Rafael 7.2: Perdí, Paúl



En líneas generales, me sentía mucho mejor, así que la charla pareció cumplir su propósito… al menos de mi parte, que era lo que interesaba.

Regresé a casa, y tras tomar un baño, me eché un momento sin ponerme nada más.

Sonó mi celular. Ya era de noche.

Pensé alarmado en Laura.

Vi mi reloj: ocho y seis de la noche.

El móvil seguía sonando.

No era ella.

“¡Habla Tuco!”

“Oe, Rafo, te tengo un notición que te gustará”.

“¿Dejarás de roncar mientras duermes?” Me reí estrepitosamente en la bocina.

“¡Mejor que eso! Me regreso a trabajar a la santa tierra que me vio nacer”.

“¿en serio regresas a Piura? ¿Cuándo?”

“No sé, pata. Como van las cosas acá, en un mes más o menos”.

“Pero será temporal…”

“A lo mejor no”.

“Excelente, Tuco. Es la mejor noticia que me han dado. Oye, ¿sabes que volví a encontrar al patita de esa noche?”

“¿el del cine?”

Le afirmé, le conté cómo apareció trabajando en la oficina de Laura, cómo traté de separarlos, cómo apliqué ésa de que si no puedes contra ellos te les unas, y la charla de esa tarde.

“Mi único consejo por ahora, Rafo: no bajes la guardia con ese pata”.

“Ah, lógico. Solo necesitaba conversar”.

Josué me cambió de tema. Me comenzó a hablar de los planes que tenía una vez que volviera: poner un negocio, establecerse definitivamente, dejar el nomadismo.

Me dio tanto gusto la llamada de mi mejor amigo, que nos mantuvimos en línea como una hora, hasta que me sonó la alarma de llamada entrante. Ahora sí era Laura.

“Amorcito, disculpa, ya estoy saliendo para allá”.

“Rafo, pero si todavía es temprano. Solo llamaba para avisarte que pases por casa de Sonia, la recojas y te vengas con ella”.

“¿Con Sonia?”

“Es que su esposo nos dará alcance en la disco”.

Cuando terminé de bañarme, abrí mi armario y me vi desnudo al espejo. Hice el ejercicio de preguntarme quién soy. O por lo menos eso le había entendido a Eduardo.

Y por lo menos en la imagen que se reflejaba, veía a un chico apuesto, de muy buen cuerpo sin llegar a exageraciones gracias a mi genética africana, de ojos hábiles para combinar con mi pícara sonrisa, la que siempre usaba para conseguir algo que era imposible por conductos regulares.

Era un muchacho al que todo lo que le pusieras encima le quedaba bien, desde la ropa interior hasta el traje formal de diseñador.

Era hábil con mi trabajo. Era hábil coqueto. Era un muñequito trigueño para una torta de brillante y jugoso chocolate, como las selva Negra.

Pero, ¿quién era en realidad?

Salí de mi trance y de mi casa para entregarme a una noche de diversión, baile, algunos tragos y una hermosa compañía: Laura.

La jornada se acabó cerca de las cuatro de la mañana, cuando fui a dejarla, y luego acompañé a Sonia y su esposo.

Pensaba que el saldo de ese día había sido más que positivo y me estaba dejando grandes ganancias.

Desde hacía mucho tiempo, no me sentía realmente feliz, como encarrilado otra vez en un destino más tranquilo, más promisorio, más centrado.



Cuando el taxi de regreso volteaba por la estación de gasolina para ir al conjunto residencial donde vivía, divisé un caminante que reconocí.

Pedí al taxista que le diera encuentro.

Bajé rápidamente.

“¡Eduardo!”

El chico me vio. Estaba muy bebido.

“Paúl”.

Se abalanzó sobre mí y se rindió en mi pecho. Sentí unos espasmos: él estaba llorando amargamente.

“No soy Paúl. Soy Rafael. ¿Qué te pasó?”

Lo abrazé.

“Eduardo, ¿a dónde vas?”

Siguió aferrado a mi cuello . el olor a alcohol que él emanaba era fuerte.

Sin mediar palabra lo metí al taxi, y no se me ocurrió otra grandiosa idea que llevarlo al Dreams, donde él y yo lo hicimos aquella vez hace más de un trimestre.

Al llegar a la habitación, no dejó de llorar.

Le quité las zapatillas, y me recosté a su lado para intentar consolarlo.

“¿Por qué lloras así, Eduardo?”

“Perdí, Paúl. Perdí”.

“No soy Paúl. Soy Rafael. Paúl no es mi nombre real. ¿No lo recuerdas?”.

Puse mi mano en su hombro. Eso pareció tranquilizarlo.

Minutos después, me di cuenta que se había quedado dormido.

Miré mi reloj: cinco y cinco de la mañana.

Salí de allí, bajé y le recomendé al recepcionista que lo viera.

“Descuide, joven. Siempre le pasa eso”.

“¿Siempre?”

“Sí. Así son las loquitas”.

Eso parecía explicar por qué Eduardo decía que ‘perdió’. Seguro que intentó abordar a algún chico y lo despreció como aquel galán de su primer año de universidad. Y es que es bien difícil que la sociedad te acepte si saben que estás con un maricón.

Y la razón es tan sencilla de explicar, pero tan difícil de asumir: porque también eres maricón.

A menos que, como yo, renuncies a serlo, y asunto arreglado.

Por lo menos tenía claro quién no era.

Al salir del hospedaje, lo que me preocupaba era conseguir un taxi seguro, y luego cómo capear la regañada que mi madre iba a darme a pesar de la hora.

Para fortuna no ‘perdí’: conseguí lo primero, y lo otro no se dio.



Casi a mediodía, sonó mi celular. Yo estaba destapado y con una fuerte erección.

Con los ojos aún cerrados, busqué a tientas el aparato.

“¿Sí?”

“Rafael. Soy Eduardo. Estoy bien. Gracias por cuidarme”.

“De nada, Eduardo. La próxima vez no andes borracho tan tarde por esa zona”.

“Lo prometo”.

“Oye, Eduardo… ¿a qué te referías con eso de que ‘perdí’?”

“¿Yo… dije eso? La verdad no lo recuerdo. Seguro estaba bien borracho”.

“Seguro. Hablamos, eduardo”.

Colgó, y era hora de comenzar el domingo.

Me anudé una toalla a la cintura, tratando de disimular mi prominencia viril.

Vi que mamá no anduviera por el pasillo.

Cuando salí, volví a verme en el espejo, esta vez del baño: ¿quién eres, Rafael Jesús? ¿Quién eres? Me sonreí a mí mismo.

Al abrir la puerta, doña Haydeé estaba estacionada frontalmente con cara de poquitísimos amigos.

“¿Dónde te habías metido toda la madrugada, Rafo?”


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