En líneas generales,
me sentía mucho mejor, así que la charla pareció cumplir su propósito… al menos
de mi parte, que era lo que interesaba.
Regresé a casa, y tras
tomar un baño, me eché un momento sin ponerme nada más.
Sonó mi celular. Ya
era de noche.
Pensé alarmado en
Laura.
Vi mi reloj: ocho y
seis de la noche.
El móvil seguía
sonando.
No era ella.
“¡Habla Tuco!”
“Oe, Rafo, te tengo un
notición que te gustará”.
“¿Dejarás de roncar
mientras duermes?” Me reí estrepitosamente en la bocina.
“¡Mejor que eso! Me
regreso a trabajar a la santa tierra que me vio nacer”.
“¿en serio regresas a
Piura? ¿Cuándo?”
“No sé, pata. Como van
las cosas acá, en un mes más o menos”.
“Pero será temporal…”
“A lo mejor no”.
“Excelente, Tuco. Es
la mejor noticia que me han dado. Oye, ¿sabes que volví a encontrar al patita
de esa noche?”
“¿el del cine?”
Le afirmé, le conté
cómo apareció trabajando en la oficina de Laura, cómo traté de separarlos, cómo
apliqué ésa de que si no puedes contra ellos te les unas, y la charla de esa
tarde.
“Mi único consejo por
ahora, Rafo: no bajes la guardia con ese pata”.
“Ah, lógico. Solo
necesitaba conversar”.
Josué me cambió de
tema. Me comenzó a hablar de los planes que tenía una vez que volviera: poner
un negocio, establecerse definitivamente, dejar el nomadismo.
Me dio tanto gusto la
llamada de mi mejor amigo, que nos mantuvimos en línea como una hora, hasta que
me sonó la alarma de llamada entrante. Ahora sí era Laura.
“Amorcito, disculpa,
ya estoy saliendo para allá”.
“Rafo, pero si todavía
es temprano. Solo llamaba para avisarte que pases por casa de Sonia, la recojas
y te vengas con ella”.
“¿Con Sonia?”
“Es que su esposo nos
dará alcance en la disco”.
Cuando terminé de
bañarme, abrí mi armario y me vi desnudo al espejo. Hice el ejercicio de
preguntarme quién soy. O por lo menos eso le había entendido a Eduardo.
Y por lo menos en la
imagen que se reflejaba, veía a un chico apuesto, de muy buen cuerpo sin llegar
a exageraciones gracias a mi genética africana, de ojos hábiles para combinar
con mi pícara sonrisa, la que siempre usaba para conseguir algo que era
imposible por conductos regulares.
Era un muchacho al que
todo lo que le pusieras encima le quedaba bien, desde la ropa interior hasta el
traje formal de diseñador.
Era hábil con mi
trabajo. Era hábil coqueto. Era un muñequito trigueño para una torta de
brillante y jugoso chocolate, como las selva Negra.
Pero, ¿quién era en
realidad?
Salí de mi trance y de
mi casa para entregarme a una noche de diversión, baile, algunos tragos y una
hermosa compañía: Laura.
La jornada se acabó
cerca de las cuatro de la mañana, cuando fui a dejarla, y luego acompañé a
Sonia y su esposo.
Pensaba que el saldo
de ese día había sido más que positivo y me estaba dejando grandes ganancias.
Desde hacía mucho
tiempo, no me sentía realmente feliz, como encarrilado otra vez en un destino
más tranquilo, más promisorio, más centrado.
Cuando el taxi de
regreso volteaba por la estación de gasolina para ir al conjunto residencial
donde vivía, divisé un caminante que reconocí.
Pedí al taxista que le
diera encuentro.
Bajé rápidamente.
“¡Eduardo!”
El chico me vio.
Estaba muy bebido.
“Paúl”.
Se abalanzó sobre mí y
se rindió en mi pecho. Sentí unos espasmos: él estaba llorando amargamente.
“No soy Paúl. Soy
Rafael. ¿Qué te pasó?”
Lo abrazé.
“Eduardo, ¿a dónde
vas?”
Siguió aferrado a mi
cuello . el olor a alcohol que él emanaba era fuerte.
Sin mediar palabra lo
metí al taxi, y no se me ocurrió otra grandiosa idea que llevarlo al Dreams,
donde él y yo lo hicimos aquella vez hace más de un trimestre.
Al llegar a la
habitación, no dejó de llorar.
Le quité las
zapatillas, y me recosté a su lado para intentar consolarlo.
“¿Por qué lloras así,
Eduardo?”
“Perdí, Paúl. Perdí”.
“No soy Paúl. Soy
Rafael. Paúl no es mi nombre real. ¿No lo recuerdas?”.
Puse mi mano en su
hombro. Eso pareció tranquilizarlo.
Minutos después, me di
cuenta que se había quedado dormido.
Miré mi reloj: cinco y
cinco de la mañana.
Salí de allí, bajé y
le recomendé al recepcionista que lo viera.
“Descuide, joven.
Siempre le pasa eso”.
“¿Siempre?”
“Sí. Así son las
loquitas”.
Eso parecía explicar
por qué Eduardo decía que ‘perdió’. Seguro que intentó abordar a algún chico y
lo despreció como aquel galán de su primer año de universidad. Y es que es bien
difícil que la sociedad te acepte si saben que estás con un maricón.
Y la razón es tan
sencilla de explicar, pero tan difícil de asumir: porque también eres maricón.
A menos que, como yo,
renuncies a serlo, y asunto arreglado.
Por lo menos tenía claro quién no era.
Al salir del
hospedaje, lo que me preocupaba era conseguir un taxi seguro, y luego cómo
capear la regañada que mi madre iba a darme a pesar de la hora.
Para fortuna no ‘perdí’:
conseguí lo primero, y lo otro no se dio.
Casi a mediodía, sonó
mi celular. Yo estaba destapado y con una fuerte erección.
Con los ojos aún
cerrados, busqué a tientas el aparato.
“¿Sí?”
“Rafael. Soy Eduardo.
Estoy bien. Gracias por cuidarme”.
“De nada, Eduardo. La
próxima vez no andes borracho tan tarde por esa zona”.
“Lo prometo”.
“Oye, Eduardo… ¿a qué
te referías con eso de que ‘perdí’?”
“¿Yo… dije eso? La
verdad no lo recuerdo. Seguro estaba bien borracho”.
“Seguro. Hablamos,
eduardo”.
Colgó, y era hora de
comenzar el domingo.
Me anudé una toalla a
la cintura, tratando de disimular mi prominencia viril.
Vi que mamá no
anduviera por el pasillo.
Cuando salí, volví a
verme en el espejo, esta vez del baño: ¿quién eres, Rafael Jesús? ¿Quién eres?
Me sonreí a mí mismo.
Al abrir la puerta,
doña Haydeé estaba estacionada frontalmente con cara de poquitísimos amigos.
“¿Dónde te habías
metido toda la madrugada, Rafo?”
No hay comentarios:
Publicar un comentario