jueves, 13 de octubre de 2022

el precio de Leandro 8.4: Deja ir a ese Darío


El supermodelo regresa a la Torre Echenique sin conseguir ninguno de sus dos objetivos. Al llegar a su penthouse, se encuentra con una de las modelos quien lo ayuda en la administración de su naciente emprendimiento como representante de talentos y un muchacho a quien no había visto antes, pero que luce un inflado cuerpo mesomorfo, al menos en pecho, espalda y brazos, y esos brazos conectan con unos antebrazos musculados y venudos, que a su vez acaban en unas gruesas manos que están tecleando sobre su laptop.

“Justo llegas a tiempo”, le dice la chica. “Ya pasamos todas las facturas y ahora estamos viendo lo de la deducción”.

“Sigan”, dice Darío con cierto desánimo.

“Me encantaría, guapo; pero me hago tarde para una presentación, así que si me permites…”

Darío acepta: sabe cómo es eso.

“Te dejo con Mauricio”, presenta la modelo. Ambos chicos se dan la mano.

Una vez que ella se marcha del penthouse, Darío va a buscar unos papeles que trae hasta la mesa de su comedor, donde el otro muchacho trabaja.

“¿éstos son todos?”, le pregunta Mauricio.

“Sí”, responde Darío.

“Mira, te voy a enseñar un truco que siempre te va a generar devoluciones: ¿Ves estos montos aquí?”

Darío se sienta lo suficientemente cerca del otro joven  como para tener oportunidad de rozarlo al descuido. Por lo menos, puede aspirar su aroma de colonia de maderas. Casi no se concentra en la explicación; solo se pregunta de dónde sacaron a este pedazo de carne.

“¿Entendiste?”, le apela Mauricio.

“¿Y no sería mejor contratarte para que nos ayudes con los impuestos? Se nota que eres hábil en contabilidad”, le propone.

“Pero yo no soy contador sino técnico en informática y programación de sistemas”, recibe por respuesta.

“¿qué más da? Yo no soy administrador sino arquitecto”.

Mauricio sonríe:

“Bueno, si me pagaras por eso, no me opongo”.

“Pon la cifra que yo la pago”, ofrece Darío.

Mauricio se levanta de la silla y se estira. Bajo la camiseta y el jean apretados hay el evidente cuerpo de un fisicoculturista.

“Cien por sesión. ¿Te parece justo?”

“Ciento cincuenta, ¿Mauricio?”

“Sí, así me llamo. ¿Y por qué me incrementas en lugar de regatear?”

“Lo dejamos en cien, entonc…”

“Está bien. Ciento cincuenta. Solo dime a quién mato”.

Darío ríe, y al fin nota que en sus rasgos de barrio, hay un muchacho inteligente y hasta simpático:

“Tienes lindo cuerpo”.

“Mi novia dice lo mismo”, le devuelve Mauricio.

“¿Cuándo se casan?”

“Dos meses”.

“¿Cuántos años tienes?”

“Veintiocho, pero llevamos como seis de estar juntos. Ya es hora, creo yo”.

Darío no tiene más preguntas para el testigo. Caso cerrado. O quizás sí.

“¿Quieres tomar algo? Creo que no te han ofrecido nada”.

“Tomé agua, gracias”.

Darío va hasta la cocina, abre el frigorífico y busca qué podría invitar a su más reciente contratación eventual. De pronto, al bajar la mirada por la puerta derecha, la halla. Siente que lo llama. ¿Por qué no compartirla? ¿Acaso esos machitos que se dicen machitos no sucumben ante su encanto?

“Tengo un vodka en la refri”, avisa cuando regresa al comedor.

“No, gracias”, sonríe Mauricio. “No bebo alcohol”.

“Bueno, mientras esperamos tu taxi, te ofreceré agua entonces”.

En un par de minutos, ambos jóvenes están sentados cómodamente en el sofá de la sala bebiendo… agua.

“Sí, te había reconocido cuando entraste; apareces en el catálogo de Lawrence’s con ese chico que juega en segunda división”.

“Sí, Leandro Pérez”.

“¿Es tu… amigo?”

“Sí, mi amigo. ¿Por qué?”

“Por nada. Lindas fotos las que les tomaron. Yo posé hace como cuatro años para una revista que se llama… algo con ‘semanal’”.

“¿Época Semanal?”

“¡Sí, esa! Me publicaron tres o cuatro luciendo trajes de baño, ya sabes: bermuda, sunga, tanga. . Querían que pose en hilo dental pero no quise”.

“¿Por qué, Mauricio?”

“No jodas. ¿Sentir esa tira elástica metida en mi culo? Ni cagando, Darío”.

“Tienes buen culo”.

“Lo mismo me dijo el fotógrafo y me asusté. Lo vi rarito. Me dio la impresión que se deleitaba viendo mi huevo cuando me cambiaba. No sé. A lo mejor quería tomarme fotos en pelotas, pero no le entro a eso”.

“¿Y qué tiene de malo posar desnudo, Mauricio? Yo lo hice varias veces”.

“Tú eres modelo profesional, pues; yo acepté porque me faltaba plata para pagar la pensión de la universidad”.

El celular de Darío suena.

“Llegó tu taxi, Mauricio”.

 


Al quedar nuevamente solo, el supermodelo repasa los eventos de un tiempo –desde que conoció a Leandro—a esta tarde. De fondo, Bach es el mejor tónico para organizar sus ideas. ¿Y qué hay del vodka que estaba en su refrigeradora? Si Mauricio no quería compartirlo, quizás era hora que, después de meses, se diera un escape. Cuando está a punto de ingresar a la cocina, suena su celular: Roberth.

“¿qué pasó?”, le responde el muchacho.

“Estoy en la recepción de la Torre. ¿Puedo subir?”

Siete minutos después, el fotógrafo y el supermodelo están sentados en el cómodo sofá de la sala.

“Me resisto a creer que Leandro sea como los otros, Rob. Se supone que él era diferente, no sé, alguien distinto”.

“Y lo es, Darío”.

“Entonces, ¿por qué tengo la impresión de que Adela me lo negó?”

“¿Y por eso vas a decepcionarte de él? ¡Vamos, Darío! Además, tu percepción sobre este chico es la misma que sobre los otros chicos anteriores; exactamente la misma. Y así sucederá con el que venga, y el que venga luego del que venga, y el que venga luego del que….”

“Ya entendí, Rob; ¿pero cuál es tu punto?”

“que los chicos cambian pero el problema queda, Darío”.

“¿Te refieres a mí?”

“Me refiero a tu incapacidad de entender que no debes hacer feliz a nadie más para que tú seas feliz, y que la felicidad no consiste en apropiarse de la vida de la otra persona al punto de absorberlo y hacerte imprescindible de la manera que sea. Eso no genera una relación, o quizás sí: una relación de dependencia”.

Darío mira a la noche que se extiende tras la ventana delante de él. Bach sigue sonando en el equipo de sonido.

“Sería feliz si tomo un poco de vodka”, reacciona y se levanta del sofá.

Roberth va tras él y lo ataja:

“No Darío, no otra vez con el vodka. Ése no es el remedio. Regresa a terapia, vuelve a tomar tu medicina; es obvio que la has dejado”.

“Por favor, Roberth, ya me disculpé por cómo te mandé a la mierda la vez pasada. No hagas que vuelva a hacerlo esta noche”.

“Si hago esto es porque te aprecio mucho, Darío, y tú lo sabes”.

“Deberías dejarme mi espacio, entonces”.

“Perfecto, me iré; pero solo quiero pedirte algo: termina de cerrar tu duelo de una vez por todas; tienes que dejarlo ir”.

“¿A Leandro?”

“No, al Darío autodestructivo, al Darío que nunca perdonó a su padre que lo haya rechazado por su esencia y que para disculparse le dio este edificio como herencia adelantada, al Darío que se refugia en sus bienes para comprar la lealtad, el cariño o hasta las caricias de otras personas, y las caricias no se venden por separado, Darío, sino que son parte de un paquete sin precio y sin caducidad”.

“Interesante, señor Peña, que a estas alturas de su vida llegue a esos niveles de filosofía. Debió aplicarlos cuando engañó a su entonces esposa con ese chico de dieciséis años que fue a su casa hace nueve años buscando refugio porque en la suya ya no daba para más”.

“estuvimos borrachos cuando lo hicimos, y me arrepentí de eso, Darío”.

“Claro, sí me acuerdo perfectamente: eyaculaste dentro de mí y entonces recordaste tu ética y tu moral. ¿Con qué autoridad vienes hablarme ahora, Roberth? ¿Con qué autoridad?”

“Tienes razón, si me anclo en ese solo evento podría no tener autoridad, pero decidí vivir y entender mi lección: no rogarle al mundo que me ame, sino amarme yo mismo para amar al mundo”.

“¿Me vienes a decir que no me enamore, acaso, Roberth? ¿Tanto te afectó tu separación que ahora tu mensaje es no creer en el amor?”

“Al contrario, Darío. Ahora creo en el amor más que antes, pero no un amor que se te asigna por obligación, porque así dice la sociedad que debe ser. Y ése fue mi error con mi entonces esposa: casarme por presión social, porque estaba mal visto que un hombre a mis treinta y cinco siga solo. Y las cagué. En ese momento, a ella le cagué la vida. No supe buscar ayuda y por eso cometí un  montón de errores. ¡ésos son los errores que te quiero evitar!”

“¿Ya no la amas, Rob?”

“Al contrario; aprendí a amarla de otra forma: como amiga, compañera, la madre de mis hijos. Quizás no como el amor de mi vida, pero si me pongo a verlo todo como si fuesen saldos, hemos ganado más que perdido”.

Darío está a punto de llorar:

“Mientras el mundo me trate como me trata, Rob, le daré al mundo lo que merece; y si en este mundo las caricias se venden por separado y las puedo comprar, será mi absoluto y jodido problema”.

Roberth mira con compasión a su joven amigo:

“Tienes mucha razón, señor Echenique: será tu absoluto y jodido problema”.

El fotógrafo siente que no tiene más que decir y se va del penthouse. Apenas cierra la puerta, Darío corre a su sofá, se tira boca abajo y se pone a llorar. Nuevamente tocan su timbre. Darío se levanta impulsivamente, va a la puerta, la abre de golpe.

“¡¿Y qué quieres ahora, carajo?!”

Roberth extiende sus brazos y rodea a Darío, quien se apoya en su hombro para seguir llorando.

“Ya basta”, ruega el supermodelo en medio del llanto. “Ya basta”.

Roberth lo abraza más fuerte mientras le da un beso en la sien.

 


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