sábado, 15 de octubre de 2022

Ser Rafael (8): Superhéroe incómodo


“¡Estás loco! ¡Yo no pienso aparecerme así”, reclamé.

Faltaba poco más de una hora para que tocara la medianoche.

Estaba en el dormitorio que Antonio, uno de los compañeros de trabajo de Laura, alquilaba cerca de la casa de mi enamorada.

Dos horas antes, ella y yo habíamos salido un rato por el centro de la ciudad. Era la víspera de su cumpleaños.

“Adivina qué, amor”.

“Ni idea, Rafo”.

Saqué dos boletos de mi mochila. Laura abrió la boca y los ojos. Su rostro tenía el gesto típico de la sorpresa, de lo gratamente inesperado.

“¡Rafo! ¿Nos vamos de viaje?”

“Colán. Mañana partimos a primera hora. Te recojo a las seis de la mañana exacto”.

Eso implicaba que me iba a pasar todo el día con Laura, por lo que tuve que adelantar trabajo en la oficina, ir a entrenar al gimnasio una hora más tarde y casi ver a mi ‘flaca’ media hora o menos en los días previos. Además, pedir permiso a mi jefa, y comprometerme a que en los días siguientes recuperaría el trabajo acumulado.

“Entonces, tendré que irme a dormir temprano. ¡Gracias, mi amor! ¡Tú solito para mí en mi cumpleaños!”

Me abrazó alborozada; me besó muy emocionada.

Antes de regresar a su casa, pasamos frente a una tienda de peluches, y pude percatarme que le clavó sus ojos a un simpático muñeco con forma de un extraterrestre narigón (color naranja) que salía en una comedia de televisión, al que una familia tuvo que

adoptar y ocultar forzosamente, a pesar que les vaciaba la refrigeradora y quería comerse a su gato. ¡Vaya gustos los de Laura!

Tras dejarla, fui a mi casa, de nuevo al centro, y luego derecho a la habitación de Antonio. Todo ya estaba fríamente calculado.

Se supuso que Laura iría a arreglar su maleta, dormir temprano y descansar para el día siguiente. Lo que no sabía era que, mientras ella estaba en el segundo piso de su casa concentrada en tales tareas, su primer piso estaba siendo invadido por el resto de sus compañeros de la oficina que llevaban cosas para comer y tomar, pero en el más absoluto silencio. Obviamente, ya había sido coordinado con sus papás y hermanos.

Mi aparición ocurriría justo a medianoche, pero vestido como superhéroe.

“¿A quién se le ocurrió esta huevada?”, volví a renegar.

“A Sonia”, me contestó Eduardo desde fuera.

Estaba encerrado en el baño, metido desde el cuello hasta los tobillos, pasando por el largo de los brazos, dentro de un traje azul alicrado que me marcaba todo el físico. Para completar el atuendo, botas negras de un material parecido al de los calcetines, con un ribete blanco en su parte final.

“Ya sal, Rafael”, insistió Eduardo. “Queremos ver cómo te queda”.

Más por el calor que la prenda me comenzaba a provocar que por el ánimo de lucirla, salí del baño.

Afuera estaban Antonio, un serrano de unos 29 años, y Eduardo. Me sentía muy ridículo.

“Te queda bien”, me dijo el anfitrión, haciendo una mueca aprobatoria.

“Claro”, respondí burlándome. “Tú no tienes que ponértelo”.

Antonio se rio.

“Rafael, es solo por un momento. Le das la sorpresa, cantamos el japiverdi y regresas a cambiarte”.

“No entiendes, ¿verdad, Eduardo? Ni siquiera me dejaste ponerme ropa interior debajo de esto y se me marca… todo el paquete… y mi paquete no es chiquito”.

Eduardo y el muchacho se rieron ruidosamente.

“Si te pones ropa interior, se va a marcar; se verá feo”, aclaró el primero.

“Tranquilo, Rafo. Todo el mundo tendrá la vista fija en el ramo de rosas, que tus huevos pasarán a segundo plano”.

Le sonreí molesto.

Eduardo se levantó de la cama donde estaba sentado, se me acercó, y, sin decir nada más, fue a acomodarme la prenda a la altura de una de mis nalgas. Me asusté.

“¿Qué haces, huevón?”

“No seas cojudo. Está mal cuadrado”.

“¡Pero se me va a meter al culo!”

Sigo sin entender cómo Christopher Reeve o Christian Bale pudieron lidiar con sus trajes de superhéroe. ¿Será porque incluía una capa? El mío no la tenía.

Igual, el hecho que Eduardo fuera a acomodarme la tela elástica justo a la altura del glúteo, me sacó un poco de cuadro (a pesar que Antonio estaba presente).

“Once y media”, dijo el inquilino. “Fácil que sus viejos ya la despertaron. Toma las llaves, Eduardo”.

Antonio se levantó y se las entregó al susodicho.

“¿Te… vas?”, cuestioné.

“Para que Laura no sospeche. Abajo está mi moto. Ya saben: tienen que aparecer a medianoche, así que deben llegar once y cincuenta y cinco a más tardar. Eduardo, quedas a cargo”.

El chico se fue. Eduardo prendió el televisor y se sentó sobre la cama. Yo avancé hasta la ventana y vi parte de la ciudad iluminada.

“Rafael, ¿y tu ropa?”

Lo miré extrañado.

“¿Por qué?”

“Para que no se arrugue”.

“En el baño”.

Eduardo se levantó, fue, la sacó y la dobló con mucho cuidado, con gentileza. La puso sobre un extremo de la cama.

“Me siento extraño, Eduardo”.

Sonrió compasivamente, sin dejar de ver la televisión.

“Sí. Debe ser porque es la primera vez que usas ese tipo de ropa”.

“Bueno, me siento como si anduviera calato; pero, más que eso, es por esta situación. Hace cuatro meses que… que pasó lo que pasó, que no quise saber de ti, y aquí estamos”.

“¿Y dónde está lo raro?”

“Tienes razón. Debo relajarme”.

“Además, en diez minutos tenemos que salir”.

Respiré hondo y me senté al otro extremo de la cama, mientras Eduardo veía una de esas comedias gringas en el cable.

“¿Sabes inglés?”

“No. Leo los subtítulos”.

Tomé una pausa no muy extensa. No quería sonar agresivo con mis palabras.

“Y… ¿conociste otros chicos?”

Eduardo giró su cara hacia donde estaba, y sonrió ruborizado.

“¿Por qué preguntas eso?”

“No, por curiosidad. Como esa vez te encontré diciendo que perdiste, entonces creí que era por algún chico que conociste”.

“No recuerdo haber dicho eso”.

Entonces, yo me sonreí. Ambos nos pusimos a ver la televisión.

“Oye, Eduardo, ¿y de quién fue la idea de disfrazarme como superhéroe de night club para damas?”

“No sabía que así se disfrazaban los superhéroes en esos lugares”.

“Pero, ¿de quién fue realmente la idea?”

“Ya te dije: de Sonia”.

“¿Y de ella también fue la idea de venirme a cambiar acá?”

“Ah, no. Antonio ofreció su cuarto porque es quien vive más cerca de Laura”… Y antes de que lo preguntes, Sonia me pidió que yo te llevara e hiciera tiempo contigo mientras ellas le daban la serenata a Laura; así que no tienes nada que temer: no te asaltaré ni te violaré”.

“No tengo miedo a eso. Primero tendrías que reducirme… y está bien complicado, déjame decirte”.

Sonreí pícaramente… sin saber por qué.

Eduardo se levantó, vio su reloj.

“Creo que ya nos vamos. Es un cuarto para las doce”.

Hizo sonar las llaves como cencerro, apagó la televisión y recogió la bolsa donde estaba el peluche con la forma del extraterrestre al que Laura le había clavado la mirada horas antes, y que antes de llegar al dormitorio fui a comprar.

“Párate”, me instó.

Me puse de pie, y él me entregó el ramo de rosas.

“Llévalas con cuidado”.

“¿Te molestaste por lo que te pregunté?”

“Ay, Rafael. Ni que fuera un churre. Es obvio que desconfíes de mí luego de lo que pasó esa vez, pero tú tienes una relación, y yo no puedo interferir ni debo interferir”.

“Y… ¿quieres interferir?”

Eduardo me miró, serio y desconcertado.

“Vayamos donde Laura”.

Abrió la puerta y comenzó a bajar. Yo lo seguí, fantaseando.

El bulto en mi entrepierna comenzaba a expandirse, así que pensé de nuevo en que me veía totalmente ridículo vistiendo ese disfraz. 

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