martes, 8 de noviembre de 2022

Ser Rafael 12.2: Esa ladilla


“Ah… ¿sí? ¿diga?”

“Soy Jaime… del gimnasio”

“¡Ah, pata! Sorry. Pensé que eras otra persona”.

“Ya me imagino a qué ladilla te refieres”.

Me carcajeé.

Tras hablar del ritmo con que entrenábamos, acordamos encontrarnos en el Port-au-Prince, como en una hora más. Corrí a bañarme y a arreglarme.

El sitio señalado es un bar en un barrio donde los universitarios suelen alquilar habitaciones, muy cerca de un parque.

“¡Rafael!”

Volteé. Esa cara me era ligeramente familiar.

“¿No me reconoces?”

El tipo era gordo; es decir, Para nada Jaime.

Fue cuando temí uno de esos típicos ajustes de cuentas. Me puse nervioso.

“Soy Hernán. Me sentaba en la banca del costado”.

Por fin hice sinapsis.

¡Dios mío! ¿Cómo este fulano, quien en el colegio parecía un cerillo, ahora se triplicaba a sí mismo en volumen?

“¡Hombre, qué ha sido de tu vida!”, lo saludé.

Nos abrazamos.

“estoy con varios patas de la promo”.

Miré a donde me señaló. Una docena de veinteañeros departía alegremente. Poco a poco, mi memoria fue identificando rostros, a relacionarlos con nombres y apodos. Me acerqué.

Pedimos cervezas y nos pusimos a recordar las mataperradas de nuestros años de secundaria, desde el chicle en la silla del más ‘nerd’ del salón y cómo le lucía en el trasero hasta los primeros amores.

“Oe, Rafo, y hablando de amores…”

Ah. A hablar de Laura.

“… ¿cómo te va con el Tuco?”

Todos celebraron con risotadas.

“Oe, carajo. El huevón ése no me quiere dar el divorcio porque no hicimos separación de bienes”, bromeé.

Todos aullaron amaneradamente, y se rieron después.

De pronto recordé que del Tuco no tenía nuevas noticias desde el cumpleaños de Laura. ¿Por dónde andaría mi amigo, mi gran amigo Josué?

Por lo visto, aún no era tiempo de que él regresara a la ciudad.

Tan amena fue la conversación que, cuando nos dimos cuenta, habían pasado dos horas.

Miré mi celular: había una llamada perdida. Era el número de Jaime.

Me retiré a un espacio con menos ruido para disculparme. En lugar de contestarme, me cancelaba la llamada.

No insistí. La conversación con mis amigos del colegio estaba más entretenida, así que tomé el camino de vuelta, y antes de poderlos alcanzar… Eduardo me cerró el paso.

“Hola, Rafael”. Qué casualidad”.

“¿Y ahora tú?”. Torcí mis ojos.

“¿Te molesta encontrarme?”

Resoplé.

“Por lo visto no me quedan muchas opciones”.

“Mira”.

sacó un llavero de metal.

“Está bonito”, califiqué.

“No, tonto. Son las llaves del cuarto de Antonio. Se fue a visitar a su familia, y me lo encargó. ¿Por qué no compramos algo de tomar y vamos a conversar allá?”

“Porque estoy con mis amigos de la promo de mi cole que están allí”.

Señalé soberbiamente la mesa donde ellos estaban… pero no estaba nadie. ¿En qué segundo se habían esfumado?

Los busqué con la mirada. Negativo.

Torné mi cabeza hacia Eduardo.

“¿A dónde vamos a comprar?”, le consulté resignado.


Era casi doce y media de la noche cuando llegamos al dormitorio de Antonio, en Castilla, cruzando el casi inexistente río Piura.

Eduardo puso el canal de videos musicales y me alcanzó una lata de cerveza. Las abrimos, las chocamos y luego nos sentamos en la cama.

“¿Y a quién pensabas traer acá”, le encaré. “¿Algún… punto?”

“No seas así. No es mi cuarto. Si te pasé la voz es porque eres de confianza…”, me replicó. “Voy al baño”.

Mientras Eduardo se iba, tomé el control remoto y pasé de canal en canal. Llegué al d adultos. Dos hombres de muy buen cuerpo tenían sexo en la pantalla. Bajé el volumen unos puntos para que no se oyeran los gemidos.

Me quedé extasiado, y, a medida que tomaba mi cerveza, empecé a excitarme.

Eduardo salió del baño. Me vio, vio la pantalla del televisor, me vio de nuevo. Sonrió.

“No debes”, me dijo con voz postizamente seductora.

“Pude”, le repuse.

“¿Quieres?”

“Claro… Más cerveza, quiero decir”.

Nos acomodamos en la cabecera y extendimos nuestras piernas sobre el colchón. Entre él y yo nos tomamos media docena, a medida que conversábamos de cosas sin importancia.

Evité hablar de Laura y él parecía no querer tocar ese tema, como si el Universo se la hubiera llevado a una dimensión paralela, o a otro lugar lejos de la ciudad, justo esa noche.

No cambiamos de canal.

Entonces, puso su mano y acarició mi muslo.

Antes que llegara a mi ingle, se la detuve con la mía.

“No debes, Eduardo”.

“Puedo”, respondió.

Nos quedamos mirando fijamente a los ojos.

De pronto, la mente se me borró. Solo quería una cosa… una vil cosa. 

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