miércoles, 16 de noviembre de 2022

Ser Rafael 13.2: El premio de Al

    


El conductor del taxi me veía por el retrovisor y sonreía socarronamente. No le hice caso.

Eduardo llamó varias veces y le cancelé la llamada. Obviamente, tampoco le hice caso.

Llegué a casa, y mi madre veía el noticiero, el que apagó para que le diera razón sobre Laura. Mucho menos le hice caso.

Antes de pegar los ojos, vi algunos mensajes que tenía pendientes de responder, entre ellos unos de Al. Bueno, hay excepciones: le hice caso.

A la noche siguiente, luego del trabajo, Laura y yo fuimos a ver a Al, y salimos, como prometí, a pasar un rato conversando, escuchando música y tomando algo; por ello, invité a ambos a mi casa.

Sí, mi madre, para variar, encantadísima.

La conversación fue trilingüe: inglés, español… y los comentarios de mi progenitora. Hablamos sobre cosas de la profesión, y fue un intercambio divertido que duró hasta las doce y media de la noche.

Laura se fue un rato al baño, cuando le dije a Al que tenía que llevarla a su casa porque debía ir a su trabajo, temprano por la mañana.

“Al, ¿a qué hora sale tu vuelo?”

“Mediodía”.

“De acuerdo. Primero te dejo, luego a Laura”.

“Mejor, primero Laura, segundo Al”.

Me quedó mirando profundamente.

Laura regresó.

“Amor, te dejamos primero para que no te duermas mañana en tu trabajo”.

“¿Mejor no dejamos primero a Al?”

“él prefiere que primero te dejemos a ti”.

Laura pareció no objetarlo.

    

    

    

Durante el camino a casa de mi enamorada, hablamos sobre el fascinante mundo de la moneda electrónica. Al nos explicó de sus ventajas, y cómo mediante inversiones conservadoras podían tenerse decorosas ganancias.

Dejamos a Laura.

La misma conversación se mantuvo hasta que llegamos a su hotel, uno de los más caros en pleno centro de la ciudad. Bajamos del auto, no sin antes pedirle al conductor que me esperara un momento pues lo siguiente sería regresar a mi casa.

“Bueno, Al. Te dejo aquí”.

“¿Tú dejar Al solo?”

Volvió a clavarme sus ojos verdes, ésos mismos que me sacaron de cuadro aquella tarde en la playa. Sí, también los hombres palidecemos ante ciertas miradas de otros hombres.

“¿Y adónde vamos?”

“Seguir Al”.

Le obedecí, y entendí por qué debía seguirlo: sus bubble butts bajo sus entallados jeans, que ingresaban al hotel. Pedí disculpas al conductor y le pagué las dos carreras; lo dejé ir.

Al habló con el recepcionista y me hizo la seña de que lo siguiera otra vez.

Cuando cerró la puerta de su habitación, el gringo se volteó a verme, me acarició la cadera, se aproximó y me besó.

Lo hacía muy bien, por cierto.

“¿Tú saber tu ser mi mejor alumno de capacitación?”

“¿En serio?”

“éste ser tu premio”.

Volvió a besarme, y a desabotonarme la camisa conforme nuestros labios se saboreaban del alcohol remanente tras la velada en mi casa.

Ya desnudos, nos acostamos sobre la cómoda cama de dos plazas para comenzar la exploración de nuestros cuerpos con las manos, los labios, los sonidos y las desinhibiciones que el momento ameritaba.

Pensé haber llegado al cielo cuando iba besando su espalda desde la nuca hasta hundir mi rostro en medio de esas dos firmes protuberancias que capturaron mi interés, mis fantasías, mis erecciones desde aquella tarde en la playa, aquel instante cuando me envió sus fotos, las sesiones de capacitación, el entrenamiento de piernas en el gimnasio y el hecho de seguirlo hasta el hotel.

Luego, con las debidas protección y docilidad, hundí mi orgullo masculino en busca de una sensación que cualquier activo latino guarda en su lista de experiencias libidinosas por cumplir: penetrar un trasero gringo.

Sonidos, piel, penumbra, amplitud. Sexo.

Ambos estallamos tres veces. Quisimos hacerlo al mismo tiempo, pero tampoco se trataba de ser rígidos con el inexistente guion. Gozamos, en resumen.


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