jueves, 10 de noviembre de 2022

Ser Rafael 12.3: Un rico trasero


Nos besamos en la boca.

El aliento a alcohol me excitó más.

“Quiero”, rematé.

Me saqué la camisa y la dejé en el suelo.

Volvimos a besarnos, esta vez con abrazo incluido. Y así seguimos hasta desnudarnos por completo.

Me alocó con una magistral fellatio, rodamos un poco en la cama, y se acomodó para que lo penetrara, levantando sus piernas tanto como pudo.

“¿Tienes forros?”, consulté muy cariñoso y ardiente.

“esta vez sí”.

Abrió una gaveta de la mesita de noche.

Lo hicimos.

Tengo que reconocer que Eduardo era muy creativo a la hora de desplegar su repertorio de posiciones sexuales. A lo mejor era experto en Kamasutra gay, un título, o al menos un diploma, que difícilmente podrías ostentar en la pared de tu casa pero que sí podías acreditar dentro de las paredes de una habitación, o quién sabe dónde.

Era casi las dos de la mañana.

Ahí estaba yo otra vez, acostado junto al chico que alguna vez había conocido en un cine triple X, solo que ahora sí éramos Eduardo y Rafael.

Lo tenía abrazado por la espalda, sin ropa.

“Fue lo máximo”, me susurró.

“Qué bueno”, le dije también susurrando.

Me quedé dormido.

Cuando abrí los ojos, la televisión seguía prendida, esta vez con una clásica historia porno heterosexual. Afuera seguía oscuro.

Muy despacio, deshice el abrazo a Eduardo. Mi pecho estaba sudoroso.

Rodé hasta el filo de la cama sigilosamente, fui al otro lado y recogí mi ropa.

Tras vestirme, esculqué el bolsillo del jean de Eduardo.

Encontré las llaves.

Salí con cuidado del dormitorio, bajé, destrabé la puerta de la calle, subí de nuevo, dejé las llaves, cerré la puerta del dormitorio sin hacer bulla, bajé con cuidado otra vez, cerré la puerta de la calle. Me sentía un perfecto ladrón.

Vi mi reloj.

¡Maldita sea! ¡No tenía reloj!

¡Puta madre! ¡Lo había dejado en la mesita de noche!

No. Regresar no era una opción (tampoco podía).

Vi mi celular.

Era las cuatro y cincuenta de la mañana.

No circulaba un mísero taxi, por lo que llamé un remisse.

Mientras lo esperaba, varios chicos ebrios pasaban. Algunas caras me eran conocidas. Un hombre gordo, ya cuarentón, me guiñó un ojo. Lo ignoré. Oriné por allí, en un jardín, vigilando a ambos lados, porque no aguantaba.

El auto llegó a las cinco y diez.

Camino a casa, otra vez esa bachata de moda sonaba en la radio.

Ahora sí, dormí hasta que me dio la gana, o sea, mediodía.


En ese momento, prendí mi teléfono un instante para llamar a mi mamá, y confirmar la hora de regreso y la hora que tenía que recogerla.

Tras ello, iba a apagarlo cuando entró un mensaje de texto.

“Pudiste dejar tu reloj aquí… Si lo quieres, debes buscarme”.

Apagué el celular, y ese día decidí dejarme de cosas. Limpié mi habitación, la ordené, me preparé almuerzo. Más tarde, recogí a mi mamá, y lo que me restaba del domingo, me propuse ser un hijo ejemplar. Por supuesto, le conté sobre el fallecimiento de la abuela de Laura.


Al día siguiente, fui a trabajar como de costumbre.

Dejé todo listo para la capacitación, pero un proceso de última hora requirió mi atención.

Llegué tarde a la sala de juntas y ubiqué mi lugar, previas disculpas.

¡Vaya! el capacitador tenía un buen trasero.

Ni modo, como él estaba de espaldas, fue lo primero que llamó mi vista.

Entonces, él se volteó a vernos con un rostro sonriente.

Me quedé helado.

Era Al.


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