Nos besamos en la boca.
El aliento a alcohol
me excitó más.
“Quiero”, rematé.
Me saqué la camisa y
la dejé en el suelo.
Volvimos a besarnos,
esta vez con abrazo incluido. Y así seguimos hasta desnudarnos por completo.
Me alocó con una
magistral fellatio, rodamos un poco en la cama, y se acomodó para que lo
penetrara, levantando sus piernas tanto como pudo.
“¿Tienes forros?”,
consulté muy cariñoso y ardiente.
“esta vez sí”.
Abrió una gaveta de la
mesita de noche.
Lo hicimos.
Tengo que reconocer
que Eduardo era muy creativo a la hora de desplegar su repertorio de posiciones
sexuales. A lo mejor era experto en Kamasutra gay, un título, o al menos un
diploma, que difícilmente podrías ostentar en la pared de tu casa pero que sí
podías acreditar dentro de las paredes de una habitación, o quién sabe dónde.
Era casi las dos de la
mañana.
Ahí estaba yo otra
vez, acostado junto al chico que alguna vez había conocido en un cine triple X,
solo que ahora sí éramos Eduardo y Rafael.
Lo tenía abrazado por
la espalda, sin ropa.
“Fue lo máximo”, me
susurró.
“Qué bueno”, le dije
también susurrando.
Me quedé dormido.
Cuando abrí los ojos,
la televisión seguía prendida, esta vez con una clásica historia porno
heterosexual. Afuera seguía oscuro.
Muy despacio, deshice
el abrazo a Eduardo. Mi pecho estaba sudoroso.
Rodé hasta el filo de
la cama sigilosamente, fui al otro lado y recogí mi ropa.
Tras vestirme,
esculqué el bolsillo del jean de Eduardo.
Encontré las llaves.
Salí con cuidado del
dormitorio, bajé, destrabé la puerta de la calle, subí de nuevo, dejé las
llaves, cerré la puerta del dormitorio sin hacer bulla, bajé con cuidado otra
vez, cerré la puerta de la calle. Me sentía un perfecto ladrón.
Vi mi reloj.
¡Maldita sea! ¡No
tenía reloj!
¡Puta madre! ¡Lo había
dejado en la mesita de noche!
No. Regresar no era
una opción (tampoco podía).
Vi mi celular.
Era las cuatro y
cincuenta de la mañana.
No circulaba un mísero
taxi, por lo que llamé un remisse.
Mientras lo esperaba,
varios chicos ebrios pasaban. Algunas caras me eran conocidas. Un hombre gordo,
ya cuarentón, me guiñó un ojo. Lo ignoré. Oriné por allí, en un jardín,
vigilando a ambos lados, porque no aguantaba.
El auto llegó a las
cinco y diez.
Camino a casa, otra
vez esa bachata de moda sonaba en la radio.
Ahora sí, dormí hasta
que me dio la gana, o sea, mediodía.
En ese momento, prendí mi teléfono un instante para llamar a mi mamá, y confirmar la hora de regreso y la hora que tenía que recogerla.
Tras ello, iba a
apagarlo cuando entró un mensaje de texto.
“Pudiste dejar tu reloj
aquí… Si lo quieres, debes buscarme”.
Apagué el celular, y
ese día decidí dejarme de cosas. Limpié mi habitación, la ordené, me preparé
almuerzo. Más tarde, recogí a mi mamá, y lo que me restaba del domingo, me
propuse ser un hijo ejemplar. Por supuesto, le conté sobre el fallecimiento de
la abuela de Laura.
Al día siguiente, fui a trabajar como de costumbre.
Dejé todo listo para
la capacitación, pero un proceso de última hora requirió mi atención.
Llegué tarde a la sala
de juntas y ubiqué mi lugar, previas disculpas.
¡Vaya! el capacitador
tenía un buen trasero.
Ni modo, como él
estaba de espaldas, fue lo primero que llamó mi vista.
Entonces, él se volteó
a vernos con un rostro sonriente.
Me quedé helado.
Era Al.
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