martes, 16 de agosto de 2022

el precio de Leandro 1.1: Un rico culo en la ducha


Pasada la una y cuarenta de la tarde, en el Estadio Municipal no se siente calor; sin embargo Leandro Pérez Barrios ha comenzado a sudar. “Es el esfuerzo”, se repite mentalmente. Ha corrido treinta y cinco minutos del primer tiempo, y una estúpida maniobra  del ‘crack’ del Racing Sport le ha concedido un impensable tiro libre al San Lázaro, el equipo verdiblanco que el joven de 19 años, cumplidos unos dos meses atrás, integra, y en el que destaca porque todas las pelotas paradas sometidas a sus puntapiés son goles cantados.

 

Leandro intenta otro mecanismo de control mental y clava sus ojos de depredador en los del arquero del Racing sport. No es que logre algo, pero su entrenador le dijo alguna vez que tras la dulce mirada color caramelo, se esconde un reverendo pendejo capaz de hacer que la parábola más imposible desafíe la trigonometría más perfecta. A la mierda. ¿Quién se pone a pensar en Pitágoras cuando el árbitro está a segundos de tocar su silbato?

 

Pero los pocos segundos le son suficientes para notar que el guardameta rival no está concentrado. Quizás está más tenso que él. Su rostro de nerviosismo disimulado se transforma en una leve sonrisa que algo deja atisbar su perfecta dentadura. El árbitro pita al fin.

 

A cinco metros de él, Genaro, uno de sus compañeros siente que debe contraer todos los músculos de su cuerpo.

“¿Qué carajos va a hacer este chibolo”, masculla.

En la tribuna, la relativa concurrencia contiene la respiración.

Leandro al fin toma impulso, hace que el dorso de su botín contacte violentamente con el esférico, lo lanza justo al ángulo hacia donde se tira el arquero, provoca que Genaro cierre los ojos evitando mentarle la madre justo en ese momento, y cuando los abre, la hinchada del San Lázaro grita eufórica… ¡gooooool!

 

Los compañeros se abalanzan sobre el anotador y lo abrazan gozosos: no habrá más tantos por esa tarde y el triunfo es el de los albiverdes.

 


Tras el final del encuentro, Genaro entra a las duchas con una toalla anudada a la cintura, se la quita y la deja en el clavo que queda libre. Mira al frente, donde hay cuatro lluvias. En las dos primeras, están dos de sus compañeros conversando animadamente de cualquier cosa, quizás los planes de celebración (pues aún es domingo), y justo a su derecha, la espalda no tan amplia aunque sí las nalgas y piernas musculosas de Leandro. Se le acerca y le da un manazo en la parte posterior de la cabeza, no necesariamente como muestra de cariño.

“¿Qué pasó, huevón?”, pregunta el joven algo aturdido.

“No jodas… casi la ataja ese hijo de puta”, reclama Genaro tratando de ser lo más asertivo posible.

“¡Bah! Todo estaba fríamente calculado”, pavonea Leandro.

“Sí, Chapulín. Un metro más y ahora te estaría friendo los huevos”.

Leandro ríe mientras se unta el jabón, que hace una espuma poco discreta sobre su cuerpo marcado.

“¿Vamos a celebrar de todas maneras?”, abre la ducha Genaro y se moja su cuerpo de futbolista veterano, treintañero, con actitud de hermano mayor.

“Puta madre… quisiera, pero tengo que volar a otra chamba ahorita”, se excusa Leandro.

“¿Ya habrás cobrado”

“Saliendo de acá. Mas bien, ¿trajiste tu carro?”

“Yo cobro la carrera por si acaso”, advierte Genaro medio sonriendo.

“Ya pues”, ruega el joven.

Genaro ríe.

“Listo. Termino de ducharme, cobro y te jalo”.

“Sabía que me la ibas a jalar”, casi murmura Leandro.

“¡Oe!”, se defiende Genaro dándo una sonora nalgada a su compañero que los otros dos aún presentes celebran entre risotadas. 

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