jueves, 18 de agosto de 2022

Ser Rafael 2.2: Mi amigo Josué


Mientras el colectivo me llevaba al centro de la ciudad, trataba de no dejarme abrumar por el hecho de que Laura, mi enamorada (en principio), hubiera llamado a la casa.

De hecho sí me percaté que me había llamado al celular, pues cuando lo prendí, encontré cinco notificacioness suyas y un mensaje de voz que ignoré, que ni siquiera escuché, pero que tranquilamente era suyo.

Si bien el trabajo me puso fuera del alcance de su requerimiento, no pude quitarme de la cabeza el hecho de que quisiera hablar conmigo. Se supone que la última vez que la había visto, tres semanas antes, fui claro al pedirle no querer saber más de ella.

Laura es ingeniera de sistemas como yo, pero consiguió trabajo en una oficina gubernamental, lejos de donde estaba.

Comenzamos a ser enamorados desde el sexto ciclo de la carrera, o sea, unos tres años y medio atrás.

Laura es hermosa, cabello lacio negro bien cuidado, no tan blanca, delgada, tranquila, de su casa, inteligente y con mucha actitud. Llegó a ser la delegada de salón, y varios compañeros llegaron a preguntarme cómo fue posible que la alumna más brillante del ciclo anduviera con el sinvergüenza de la facultad. Yo me reía solito.

Tampoco hice mucho esfuerzo para conquistarla; simplemente fui yo mismo.

Aunque sí reconozco que, al mes de ser enamorados, me la llevé a la cama, y la hice disfrutar como nunca en su vida. Desde entonces, uno de los momentos que ella ansiaba más era hacer el amor conmigo. Allí para nada era tranquila ni juiciosa, perdía todo el control, gemía con tal ansiedad que parecía morir. Gracias a mí, ella conoció algunos hospedajes al paso y los años nuevos en la playa, donde mientras el resto se abrazaba por otros doce meses de prosperidad mojándose en las rompientes, nosotros recibíamos las doce haciéndolo en nuestra habitación, al punto que nos perdíamos todas las fiestas, a propósito.

Como nuestras horas de almuerzo coincidían, la llamé.

“¿Rafo?”

“Me dijeron que llamaste a la casa. ¿Qué quieres?”

Fui seco al hablarle, como si se tratara de las cojudas que llaman inoportunamente a venderte celulares o planes tarifarios nuevos, o seguros que no necesitas, o a ofrecerte tarjetas de crédito preaprobadas (como las del Popular).

“Sí. Disculpa. Es que… quiero hablar contigo”.

“Creo que ya hablamos lo que teníamos que hablar”.

“Sí, Rafo. Entiendo, pero… creo que… me equivoqué”.

¿Laura reconociendo que se equivocó? ¡ésta sí que era nueva!

Siempre que nos peleábamos, jamás ella reconoció parte de la responsabilidad. Siempre era mi culpa. Aunque, siendo honestos, todas nuestras peleas eran por pendejadas mías, y todas por no tener cuidado a la hora de meterme con alguna chica que por ahí se me lanzaba. Aparte que fui un imbécil, porque se me ocurría llevar mis choques-y-fugas al mismo hospedaje donde solía llevar a Laura, al Dreams, tanto que una vez me sorprendió justo a la salida y se armó el escándalo. ¿Cómo se enteró? Nunca falta un chismoso, un atrasador o una despechada.

“Rafo, ¿sigues ahí?”

“sí. Te veo en tu jato a las nueve, ¿te parece?”

“Claro. Te espero”.


Salí a las cinco y media y fui directo al gimnasio. En las bancas de abdominales estaba Josué, mi pata de toda la vida, mi promo de toda la secundaria, mi amigo, mi mejor amigo, mi confidente, la única persona que me entendía en el mundo y que nunca me dio la espalda.

“¡Tuco!”

Josué se levantó de la banca, se acercó y me saludó con un estrecho abrazo.

“¿Qué hay, Rafo?”

“¿Y ese milagro?”

“Ah. Estoy de vacaciones por quince días”.

Josué no fue a la universidad. Estudió algo relacionado con construcción en una de esas escuelas técnicas donde debes asistir con uniforme, y tuvo la suerte de engancharse con una contratista que lo tenía paseando por todo el norte peruano. En su cuenta de redes sociales, siempre tenía fotos suyas con unos paisajes lindísimos como fondo.

Aunque nos veíamos una o dos veces al mes, eran charlas largas, donde podía desahogarme, soñar, maldecir, reír y hasta llorar. Durante la época del colegio, era el único capaz de contradecir con fundamento a los profesores. Por ese temperamento medio subversivo, le decíamos el Tuco.

Esa tarde entrenamos juntos.

“Te arreglaste con tu señora, Rafo?”

“No, pero me llamó hoy. Quiere que vaya a verla”.

“¿Irás?”

“Sí. Saliendo de aquí”.

“¿La perdonarás?”

“No sé. Esta vez sí se pasó de la raya, huevón”.

Josué comenzó a levantar la barra con pesas. Estábamos entrenando pecho.

Hizo sus doce repeticiones y dejó todo listo para que entrara yo a hacer press de banca.

“Cambia esa cara, Rafo. Seguro se arreglarán”.

“Esta vez pasó una huevada más”.

Josué frunció levemente el entrecejo. Era obvio que no entendía nada.

“¿estás con otra jerma?”

“Oe, Tuco, ¿qué haces el sábado por la noche?”

“Nada, huevón. Plan H. mirar el programa de coreografías en la tele”.

“Mariconadas”, espeté.

Josué se rió, mientras yo comenzaba mi serie. Hice trece o catorce repeticiones. No recuerdo bien.

Al levantarme de la banca, , Josué me miraba con esa sonrisa acogedora. Ah, carajo, ¡qué chévere es la amistad!

“Anda a mi jato el sábado, Tuco. Necesito conversar, huevón”.

Josué se la pensó unos segundos.

“¿A tu vieja le siguen gustando los alfajores?”

“Sabes que mi vieja es dulcera, así que cualquier cosa con azúcar, te la apreciará sin chistar”.

Reímos juntos de nuevo. 

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