jueves, 18 de agosto de 2022

Ser Rafael 2.3: Un mes más con ella


Invité a cenar a Josué, y hablamos de nuestros compañeros de promoción, y de fútbol. Mientras comíamos, juraría que alguien me quedó espiando, pero no le di importancia. Casi me atraganté con el lomo saltado, me despedí de mi amigo, pagué la cuenta, salí del restaurante, me fui a casa de Laura. ésta se localiza cruzando el río Piura, por el puente peatonal del cuartel.

Hice todo el trayecto a pie, lo que me dio tiempo suficiente para repasar el último motivo de mi pelea.

Dos meses atrás a ese instante, el banco cambió a nuestro jefe de sistemas, un compadre amodorrado con el que habíamos bajado notablemente nuestra productividad. En su lugar entró una especialista, de unos 30 o 35, bien cuidada, rubia, cara y cuerpo de modelo. Cara y cuerpo de modelo, porque en actitud se portaba peor que maestre de buque negrero. La condenada era recontraexigente.

Una noche, tres semanas atrás, se nos cayó el sistema y no hallábamos la falla por ninguna parte. La orden de la tía fue inamovilidad absoluta hasta dejarlo todo corriendo y sin fallas.

Mi estación de trabajo era la última en ser supervisada y la que más procesos truncos reportaba, no por mi culpa, sino porque a alguien no se le había ocurrido correr adecuadamente los aplicativos. Seguramente alguno de los nuevos cajeros.

Mi celular sonó.

“¡Rafael, por favor, apaga tu aparato! ¡Concéntrate en tu trabajo!, me ordenó mi superiora”

Ni siquiera vi quién llamaba. Aparte, sí que necesitaba concentrarme.

Lo apagué.

A las diez y media de la noche recién pudimos correr el sistema sin ninguna falla.

Mi jefa y yo nos miramos y respiramos con alivio.

“Misión cumplida”, me dijo. “Ahora sí, a casa”.

Mientras cerrábamos todo, me enteré que ella era casada, que su esposo también es especialista en sistemas y que lo que más ansiaba en ese momento era ver a su nena de dos años, aunque sea dormida. Pero, a pesar de que es madre, su deber para con el Popular le exigía dar el mil por ciento.

Qué aburrida, pensaba. El típico discurso de las charlas anuales de toda entidad financiera.

Salimos juntos.

Apenas habíamos ganado la calle cuando Laura estaba allí, molesta.

“¿Amor?”

“¿Se puede saber por qué me apagaste el celular?”

Mi jefa estaba sorprendida, y miró al vigilante como pidiendo auxilio.

“Laura, tranquilízate. Tenía que trabajar”.

“¡Ah, claro! Trabajar. Seguro te estabas revolcando con ésta”.

Mi jefa reaccionó.

“Señorita, discúlpeme”.

“¡¡Cállate, perra!!”

Entonces Laura se le abalanzó, y comenzó a jalarle el cabello. El vigilante y yo tuvimos que intervenir.

La cosa terminó en la comisaría, donde Laura fue denunciada por lesiones.

Recién cuando vio el parte y se le pidió firmar, fue consciente de su arrebato.

Comenzó a llorar y prácticamente se arrodilló a pedir perdón.

La denuncia fue retirada finalmente.

En el taxi, camino a su casa, yo estaba mudo. Laura me pedía perdón mil veces, pero no le hice caso. La dejé en su puerta.

“adiós, Laura. Suerte con tu vida”.

Esa noche, al día siguiente, y los días siguientes, me llamó tanto como pudo y le colgué la llamada tanto como quise.

No contenta con eso, me mandaba mensajes y me dejaba correos de voz. Yo no contestaba.

Hasta cerré mi cuenta en redes sociales para evitarme sus lamentaciones online. Pero, llamar a mi casa ya era otro tema. No quería que meta a mi madre en la pelea.

Salí de mi ensimismamiento a media cuadra de su puerta.

Llegué.

Toqué su timbre.

Ella salió.

“Rafo”.

Se le veía triste y humilde. No le respondí.

“Perdóname por llamar a tu casa”.

“¿Por qué lo hiciste?”

“Es que… no podemos seguir así”.

“Lo siento, Laura. No puedo lidiar con tus celos. Me cansé de eso”.

“Me confundí. Acepto que me confundí”.

“¿Podemos ir a hablar en otra parte?”


Fuimos a un parque cercano, donde el alegato de disculpas se repitió.

“Laura, una relación basada en la desconfianza no funcionará. Y tú y yo lo sabemos perfectamente”.

“”Entiendo. Pero, ¿si comenzamos de nuevo todo?”

“¿Todo?”

“Desde cero… Rafo, nos conocemos hace mucho, nos amamos. Soy… tu… tu muñequita”.

El corazón se me ablandó. Laura había utilizado la misma expresión con la que yo solía buscar la reconciliación.

Al fin la miré a sus ojos, donde ya aparecían lágrimas. Hice un esfuerzo para no desbaratarme.

Le tomé las manos.

Me acerqué poco a poco.

Al fin la abracé, y ella comenzó a llorar.

La besé en las mejillas y seguí hasta alcanzar sus labios.

La pasión no tardó en renacer, al punto que disimulé como pude una nueva reacción de mi enorme libido, asomando desde mi entrepierna.

“Vamos a otra parte”, le propuse ya en tono de romance.

Ella aceptó.


Fuimos a otro hospedaje para parejas, el Red Way, y antes de subir a la habitación compré una caja de condones.

Al entrar, volvvimos a besarnos con locura, nos desnudamos y nos acostamos en la cama.

Repasé decenas de veces mi mirada sobre su cuerpo esbelto, cuidado a base de dietas y algo de jogging matutino. Su rostro era una mezcla de sentimiento y deseo. Ella me pedía sin palabras que la cubriera con mi peso y le brindara toda la pasión que solo yo podía darle.

Cuando sentí que ella ya estaba lista para recibirme, saqué uno de los profilácticos.

“Rafo, no estoy en mis días fértiles”.

“Tranquila”, le dije, mientras me colocaba el jebe.

Nuevamente aquella sesión de gemidos, caricias, pequeños golpes, alternancia de dominio y sumisión, locura, frases sucias y cariñosas al extremo… orgasmo mutuo.

Tras acabar, Laura descansó su cabeza sobre mi pectoral izquierdo.

“Conociste a otras chicas?”

“Laura, por favor”.

“Perdona”.

Quedamos medio minuto en silencio.

“Mira. Reconozco que no soy santo. Te consta que muchas veces saqué los pies del plato; pero, créeme, esa situación llega a aburrir”.

“No entiendo, Rafo. ¿Qué quieres decir?”

La miré a los ojos.

“Que es hora de sentar cabeza, creo yo”.

“No entiendo”.

“Démonos un mes para reconstruir la relación. Si vemos que funciona, seguimos para adelante; si no, tendremos que terminar civilizadamente”.

“Bueno. Si tú lo dices”.

“Tienes que confiar nuevamente en mí, pero totalmente, sin dudas, Laura. Es lo justo”.

Se acostó sobre mí, tan desnuda como su aparente fragilidad. Me besó en la boca y sonrió tiernamente.

Acarició mi cuerpo, tan desnudo como mi sensualidad.

“Tenemos un trato, entonces”, le insistí.

“De acuerdo”, respondió ella.

Era casi medianoche, cuando nos duchamos juntos, nos vestimos, la fui a dejar a su casa y regresé a la mía.

Al llegar, mi madre estaba en la sala.

“No llamaste otra vez”.

No respondí. Fui a mi cuarto, me quité la ropa, me metí a la cama, y me quedé profundamente dormido. 

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