jueves, 18 de agosto de 2022

Ser Rafael 2.1: Calato en el espejo


Llegué a mi casa como a las seis DE LA MAÑANA. A la seis, mas bien.

Luego de dejar la habitación del Dreams, bajé con Juan, me aseghuré que tomara su mototaxi (me insistió que yo tomara la mía primero), y, teniendo en cuenta la hora, y que mi casa estaba relativamente cerca, me fui caminando.

Al llegar al parque de mi conjunto residencial, hice una parada y fingí hacer una rutina de abdominales y algo de calistenia.

Como estaba con ropa deportiva aún, y me había topado con varios vecinos que salen a correr temprano, era la mejor manera de camuflar lo que había pasado la noche anterior.

Cuando vi el alba y verifiqué la hora en mi reloj, me acerqué a casa e ingresé por la puertecita de servicio.

Al aparecer en la cocina, Carmen estaba preparando el desayuno.

Esta amabilísima mujer de unos 50 años se vino a trabajar a mi casa unos meses después de que mi padre falleciera hace unos ocho años, y mi madre tuviera que encargarse de que mi hermana Elena y yo termináramos la secundaria y comenzáramos la universidad.

Mi hermana se tituló como abogada y consiguió un buen trabajo en un estudio jurídico de la capital, gracias a que toda su carrera tuvo una beca por su promedio extraordinario.

Yo me titulé hace un año, y en cuestión de un par de meses me enganché en el Banco Popular, donde un puesto de ingeniero de sistemas estaba vacante, y de milagro, porque éso del crecimiento macroeconómico será para quienes tienen muy buen capital, pero para quienes tenemos que ganarnos la vida consiguiendo trabajo como sea, la cosa no es tan boyante como sale en las revistas de economía.

Fui un estudiante promedio, no aspiré a becas, pero tampoco fui un descuidado. Valoraba el esfuerzo de mi madre, aunque me incomodaba que tratara de meter sus narices en mis cosas, lo que solía ocurrir un día sí y el otro también.

“¡Joven Rafael!”

“Ca-Carmencita… Buenos días”.

“¿en qué momento salió a hacer deporte? Su mamá estaba preocupada porque tardó mucho anoche”.

“¿Ya se despertó?”

“No. Todavía, pero me llamó muy preocupada”.

Pasé raudo a la sala, luego al pasillo, luego a mi dormitorio.

Me quité la ropa y lo primero que hice fue abrir la puerta de mi armario para verme desnudo en el espejo de cuerpo entero. ¿Tenía signos de chupones o arañones?

Revisé y revisé.

Aparentemente no.

Me duché, y froté concienzudamente mi miembro. Sabía de más que eso no evitaría nada, o quizás sí. En el fondo, fue un acto reflejo para limpiarme del asco que sentí por habérsela metido a un desconocido, y a pelo.

Solo me quedaba confiar en su palabra: debía estar sano; si no, la cagada.

A la hora de desayunar, mi madre ya estaba sentada en el comedor.

“Rafael, ¿dónde has pasado toda la noche?”

“Chambeando, vieja. Sabes que tengo horario de entrada pero no de salida”.

“Ni que fueras policía”.

“soy policía de la red informática del Popular, donde sí es seguro ahorrar”.

Le puse una sonrisa pícara.

No intentaba caerle bien, sino cortar esa conversación por lo sano, pues detestaba sus interrogatorios.

“Hubieras llamado, ¿no?”

“Apagué el celular porque necesitaba concentración. El sistema… se cayó. Es complicado explicarlo”.

“No quiero que me lo expliques; solo que llames y digas que tardarás para no preocuparme”.

Probé un par de huevos duros, algo de fruta, avena, y me levanté de la mesa.

“Gracias, vieja. Me voy a chambear”.

“Si te quedas por ahí, al menos llama”.

Tragué saliva, di las gracias y me retiré de la mesa.

Al salir de mi casa, hallé a la dulce Carmen barriendo nuestra vereda. Se me acercó con disimulo.

“la señorita Laura lo llamó anoche. Dice que quiere hablar con usted”.

Me quedé tieso un segundo. Hice una mueca.

“OK. Gracias, Camuchita”.

“¡Que no me diga Camuchita!”

Hizo el ademán de quererme golpear con el palo de la escoba. Ambos nos reímos. 

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