miércoles, 10 de agosto de 2022

Ser Rafael 1.1: Una noche en el cine XXX


Siempre admiré a T.T.Boyd: su cuerpo simétrico y con volumen, su rostro agradable, su actitud, y la manera cómo desplegaba sus sesiones de sexo explícito en la pantalla. Siempre que buscaba en la red, alquilaba videos porno o iba a la sala triple X de la ciudad, procuraba sus películas… bueno, videos.

en el ecran del espacio donde el noveinta y nuebe punto nueve por ciento de la concurrencia son varones, o al menos se visten como tales, el actor porno ejecutaba una de sus típicas escenas de penetración a una modelo rubia y de exagerada ninfomanía.

La imagen era muy opaca, lo suficiente para que sin vergüenza metiera la mano dentro de mi short, buscara la pretina de mi calzoncillo y me acomodara mi dura masculinidad que pugnaba por ganar espacio y longitud.

“¿está ocupado el asiento?”, dijo alguien de pie a mi derecha.

La aparición hizo que me quitara la mano de mis genitales tan rápido como pude.

“No. Está libre”, respondí.

La silueta se sentó.

Yo puse mis antebrazos en los respaldos de la butaca. Para nada perdí contacto visual con la acción en la pantalla.

“Recién comenzó?”, me dijo aquella persona . Era una voz varonil, no tan grave. Afable diría yo.

“No… La verdad no… Tendrá como diez minutos”, informé.

Aunque la presencia del chico no me incomodó, sí pensé que era inoportuna. Me había sentado en una de las esquinas posteriores de la platea, cerca de una columna, para que

nadie viera si acaso pretendía masturbarme. Y éste era uno de esos momentos cuando deseaba hacerlo.

Sí, suena raro.

Jamás me masturbaba en el baño de mi casa ni en mi cama. Siempre sentía el miedo que mi vieja o la empleada entraran y me sorprendieran. A mi vieja le habría dado un infarto, en primera por la escena, y en segunda porque la Naturaleza fue muy generosa con el tamaño de mi miembro.

Además, a propósito había ido al cine con la ropa del gimnasio, de donde venía, para evitar la incomodidad de bajarme la bragueta, desabotonarme, y buscar al ‘muchacho’ con el propósito de que tome aire.

La única vez que hice eso, casi lo magullé con la cremallera. Y, aunque iba a encontrar quién se preste solícito, o solícita (si era una loca), a ayudarme, iba a ser el señor papelón.

¿A qué hora se iría este pata del costado? ¡Quería masajeármelo!

Y pasó.

Como si el cielo me hubiera escuchado, el compañero de fila se levantó de su asiento.

Cuando me aseguré que no viniera, procedí a sacármelo y autocomplacerme. Total, aquí está oscuro y la única forma de detectar mi osadía era con un visor de infrarrojos, o cuando algún hijo de puta se le ocurriera encender un cigarro al costado. Obviamente, más que llenarse los pulmones de nicotina, la intención del tabacómano era ganarse con los rostros de la concurrencia. Quién sabe, a lo mejor algún parroquiano nuevo en la sala, o uno de ésos, como yo, que aparecían una vez a las quinientas.

me acomodé mejor en el asiento. Me relajé. Mi mano ya estaba haciendo su trabajo. Emitía pequeños jadeos, uno que otro suspiro.

Entonces, algo me sacó de cuadro.

Otra vez a mi derecha, alguien ocupaba el sitio.

Maldije para mis adentros, guardé a mi ‘compañero de toda la vida’, regresé a mi posición de concurrente ‘decente’.

“En Internet dice que ese huevón es medio latino”, me confió la voz de mi compañero de AL LADO. Era el mismo tipo de hacía unos minutos.

“Sí, ¿no?”, repliqué. Típica salida de quien te quiere decir ‘no me importa’ o ‘sigue la flecha’.

“Sí”, insistió otra vez. “Incluso dice que fue gimnasta”.

¿Gimnasta? ¡aguarda! ¿T.T.Boyd es gimnasta?

“O sea… ese huevón ¿es chato?”. Tenía que salir de dudas.

“Sí, creo que no pasa del metro setenta”, prosiguió.

¿Metro setenta? ¡La puta! Y yo que me quejaba de mi metro setenta y cinco.

“Además, dicen que la tele aumenta cinco kilos”, agregó.

¡Reputa! O sea, yo con cinco kilos, fácil que le hago la competencia en cuerpo… ¿cinco años entrenando todos los días (bueno, cinco días a la semana) por dos horas en el gimnasio!

“¿qué más sabes de T.T.Boyd?”, curioseé.

Sí, lo admito, esa conversación comenzaba a ponerse interesante.

“Pues… hizo cine gay hace poco”, me respondió.

“¿Cine gay? Me estás floreando”.

“¡nada! Entra a Internet, y descúbrelo tú mismo… por cierto, soy Juan”.

Sentí una palmadita en mi bíceps derecho.

“Yo, Ra… Ra… Ra… eh… Rato que no entro a Internet”. Alzé mi mano derecha y se la estreché.

“Mucho gusto”, me dijo. “¿Cómo te llamas?”

“Eh, Paúl. Sí, Paúl”.

“OK, Paúl”, repitió.

Era obvio que parecía un seudónimo fácil y manganzón. 

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