miércoles, 7 de diciembre de 2011

Ese peón me puso en jaque

Tengo 32 años, soy de Zalapa, Ver., pero desde que comencé a estudiar vivo en el D.F. actualmente me dedico al negocio de los agrofertilizantes, en la división de ventas internacionales, por lo que constantemente debo viajar.
Como desde chavito tenía pasión por la playa, una de las primeras cosas que aprendí es a cuidar mi físico. Ustedes saben, quedarse muy al descubierto en la playa y atraer miradas, como que a cualquiera le parece padre.
Debido a eso, cuando estaba por Acapulco, con unos amigos, un fotógrafo me vio, me dijo que si me animaba a posar encuerado, y le dije que sí, pero bajo cuáles condiciones. Me lo explicó y fuimos a una villa en la playa, y me tomó con el bikini que tenía aquel día, y luego sin nada, para finalizar con varias con mi pene erecto, masturbándome y eyaculando.
Esas fotos fueron a una revista gay que se hace aquí en México, pero que en ese tiempo era de circulación muy restringida.
Yo acepté, porque estaba estudiando y casi no tenía lana para pagarme mis cosas, además vivía solo.
Cuando vi las fotos, me gustaron mucho, bien hechas.
No tengo rostro de modelo; de hecho, mis facciones son lo más común que puedes hallar por acá. Eso sí, soy moreno, alto, bien dotado (19 cm), lampiño, ni tan mamey pero tampoco flaco. Marcado, como dicen, pero de cuerpo agradable, que sigo manteniendo, tú sabes, para dar buena impresión a la clientela, pues mi trabajo consiste en negociar constantemente.
Día con día me fui olvidando de ese tema, a pesar que al inicio tenía miedo que lo viera alguien conocido, y cuando salía a a la calle, tenía la impresión de que me miraban para tener un revolcón en la cama.
La verdad a mi no me interesaba eso; sólo quería lana para vivir. El caso es que lo olvidé por completo hasta hace un par de meses.
La empresa me mandó a Perú a revisar negocios con algunos distribuidores. Uno de ellos se halla en Piura.
Cuando me reuní con ellos y les pregunté sobre el grado de satisfacción de los productos que les vendemos, ellos dijeron que por qué mejor no lo checaba por mi mismo. Me pareció una buena idea, pero exigí que quería ir por mi propio riesgo, y así evitar respuestas condicionadas.
Me dieron indicaciones y terminé llegando a una finca cerca de unas montañas vegetadas. Mi plan era estar un día completo y recoger experiencias de primera mano.
Me puse a pasear por el sembradío de maíz, y hablar con los jornaleros-
Llegué a una esquina donde estaba uno que chambeaba fuerte. Lo saludé y, a diferencia de los otros, se acercó a tenderme la mano, ponerse a mis órdenes… entonces comencé a entrevistarlo.
Claro que lo primero que me llamó la atención de él era un físico fuerte, con una armonía poco usual.
Me miraba fijamente a los ojos, cosa que me desconcentró al inicio, pero que pude superar. Lo que no me explicaba era por qué me pasaba eso.
El hombre era alto como yo, igual de marcado, lampiño (hasta donde pude ver), de brazos, pecho y piernas fuertes… lógico, es labriego.
Conversando me enteré que no es de la zona sino de la selva, que lo llamaron a trabajar debido a que el dueño ya lo conocía de años, y, lo más sorprendente, que tiene 40 años, aunque la pinta y el cuerpo parecían de 30, o de mi edad, en el peor de los casos.

Al terminar esa jornada, decidí quedarme a pasar la noche en aquel lugar.
Me dieron una recámara en una casa de campo donde sólo viven los ingenieros agrónomos.
Me fui a duchar, y, ¡vaya sorpresa!, ese peón estaba allí aún dentro de la regadera.
Volteó a verme, me sonrió.
“¡El ingeniero charro!”, me dijo, mientras yo me sacaba la ropa. La expresión me causó gracia.
Ocupé la regadera de junto, y cuando me volví hacia donde él me miraba, pude sentir que me examinaba con detenimiento. Me incomodé.
“Perdóneme, no quiero ser descortés, pero ¿pasa algo?”
“Es que me pareces conocido”.
“¿En serio? No lo creo, no soy de acá”.
en lo que es yo, fue la primer vez que pude ver más. Definitivamente, tenía un cuerpo extraordinario, similar al mio en las fotos que hice… y un miembro que parecía grande.
Terminamos de tomar el baño, y me entró la curiosidad, porque todo lo dijo con cierta convicción que terminó intrigándome.
Se lo dije, y cuando nos vestimos, me pidió que lo acompañara a una choza donde él vivía tantito cerca de la casa de campo, unos 30 metros quizás.
“Eso sí ingeniero. No se vaya a ofender”, me pidió.
“Descuida”.
Abrió un cajón, y sacó algo que me dejó sin palabras: la revista para la que había posado… abrió la página, me la mostró… estaba sin palabras y sudando frío.
“¿Es usted? Mire, perdone si le ofendo, pero su cara me parecía conocida”.
“Sí… soy yo… ¿Cómo llegó esta revista acá?”
“La compré en Chiclayo. Mire ingeniero, ¿para qué se lo niego? Me gusta ver patas calatos”.
“¿Patas calatos?”
“Hombres sin nada de ropa”.
“¿Eres… gay… o qué?”
“No lo sé. Aunque en mi tierra sí he estado con patas”.
Me sorprendió la naturalidad con la que me contaba detalles, por los que deduje que para él era muy común hacer eso, a pesar que tenía esposa y dos hijos pequeños.
“Ingeniero, y… ¿usted es gay?”
“No. Sólo posé porque necesitaba la lana, es decir, el dinero”.
El peón se quedó callado, me quitó la revista, y me dijo que no me preocupara, que él era un hombre discreto, que nadie sabía de su afición oculta.

Esa noche casi no cené, y me fui a mi recámara con muchas preguntas en mi cabeza, comenzando por la de qué hacía esa revista acá, cuando sólo se vería en México.
Entonces, comenzó una lluvia torrencial.
Para mi es natural eso teniendo en cuenta que viví en una región tropical; pero recordé la choza del peón: tenía muchos agujeros en la unión de la pared con el techo, sin contar las goteras, además de que las paredes eran de barro con paja.
Como estaba en calzones, me puse mis pantalones, busqué una linterna y salí a ver cómo estaba.
Me resbalé dos veces en el barro, y al llegar, actué ante la calamidad de ese hombre.
El agua entraba por las rendijas y estaba mojando sus cosas. Y a diferencia de mi recámara, aquí no había electricidad.
“Véngase conmigo. Acá la pasará mal”, le pedí.
Dudó al inicio, pero casi lo saqué a rastras, y corrimos hasta llegar. Entramos.
Estaba completamente empapado. Corrección: estábamos completamente empapados.
“quitémonos la ropa, si no pescaremos pulmonía”, le dije.
Ambos nos volvimos a ver encuerados.
“¿Y ahora?”
“Ahora a descansar”.
“Bueno, yo me acomodaré por aquí, en un rinconcito”.
“¡No, hombre! Compartiremos la cama”.
Me miró con extrañeza. Abrí la cobija, y otra vez lo traje casi a rastras, lo hice subir y lo cubrí.
De inmediato, seguí yo, que subí a la cama y me cubrí.
Lo que no calculé es que la cama era estrecha, para una sola persona, pero ante una emergencia, ¿qué otra opción tenía?
El caso es que era imposible poder estar sin contacto, así que, aunque nos acomodamos, o nuestras piernas, o nuestros brazos se rozaban.
Apagué la luz, y al ocupar mi espacio, también noté que nuestros miembros se rozaban.
“Perdone, ingeniero”.
“Perdonar ¿qué?”
“Se me está parando”.
“Descuide… a mi también”.
“¿Siente frío?”
“Algo… ojalá y no haga más”.
“Hará más”.
“¿Qué haremos?”
“Tengo una idea, pero espero que no se moleste”.
“Ahora, cualquier idea es buena”.
Se acercó más, me abrazó, y el roce de todo, absolutamente todo, era inevitable. Comencé a sentirme cachondo, y a experimentar la erección más placentera de toda mi vida.
También lo abracé. Y el abrazo se hizo caricia, tímida al inicio, y luego invadiendo espacios impensables, como mi cadera, mis piernas o mis nachas.
No aguanté más, me acosté sobre él, a la vez que lo besaba en la boca. Él se abrió de piernas y me dejó mecer mi cadera.
Invertimos roles y él se puso encima de mí. Comenzó a besarme en el cuello, los pezones, la espalda, y la recorrió hasta besarme las nalgas y hacerme un gran beso negro.
Yo jadeaba, al inicio despacio, pero, como la lluvia hacía tronar el techado, comencé a gemir más fuerte.
Me puso su pene entre las nalgas, y comenzó a frotarlo.
“Métemelo”, le supliqué.
Saqué un condón de mi bolsa de viaje, se lo di. Volvió a lamerme el ano, y lo siguiente que sentí fue su glande presionando y entrando, poco a poco.
Me dolió un poco, ya que era la primera vez que lo hacía. Lo juro. O sea, lo hacía de pasivo, porque siempre era activo, la mayor parte, por necesidad, pero, recuerden, necesitaba la lana.
Luego del perrito, me volteé y me puse con las piernas hacia mi pecho, y abriéndole el culo para que me introdujera su gran pene, quizás 20 ó 21, o no sé: estaba obscuro.
Comenzó a gemir con fuerza, me lo sacó, y lo siguiente que sentí fue su semen caliente sobre mi pecho y abdomen.
Se acostó de nuevo encima, me besó.
“¿Te gustó, charro?”
“Estuvo padrísimo”.
“Te toca”.
Se sentó sobre mi pene, cogí mi último condón, y me lo puse.
Comenzó a metérsela, igual despacio, y luego comenzó a cabalgar primero despacio, luego con fuerza.
Mi semen salió al rato.
Camuflamos los condones en papel de baño, nos acostamos de nuevo juntos, y más tarde hicimos una inigualable guerra de espadas. Nos vinimos luego de buen rato.
La lluvia seguía torrencial.

Cuando desperté, él no estaba en la recámara, tampoco su ropa. Salí a buscarlo. Estaba en su choza.
El agua había echado las paredes a perder, regado lodo sobre su cama, y arruinado parte de su ropa.
Fue a su mesa, abrió el cajón… la revista estaba ilesa.
“Te la compro”.
“¿Por qué?”
“Es una edición muy cara. Tuviste suerte de comprarla barato”.
“¿Cuánto cuesta?”
“Lo suficiente para que arregles esta casa”.
La compré por cien veces lo que costó en México, o algo así.
Dejé la finca, con el trasero algo escocido debido a la penetración que sufrí.
Aprovechando que en otra finca que visité habían hecho una hoguera, la eché.
Sólo quedaron las cenizas, pero del peón, quedó el deseo de otra gran partida. Deseaba con toda mi alma, que me pusiera en jaque de nueva cuenta, o que termináramos tablas…

© 2011 Hunks of Piura Entertainment.
¿quieres contar tu propia historia? Escríbenos: hunks.piura@gmail.com

2 comentarios: