jueves, 17 de noviembre de 2011

Agarrado, no muy dotado, pero magistral

Cuando yo estudiaba en la universidad, y tenía que regresar a mi ciudad, tenía dos opciones: las combis o el EPPO.
Esa noche decidí ir en lo segundo, cuando todavía dejaban ir parados, y lo conocí. Vestía el uniforme del SENATI. Era moreno, de cara redonda, pelo lacio pegado y peinado en copete, y un evidente cuerpo de culturista. Siempre risueño, cada noche que me lo encontraba, lo acompañaba un amigo de contextura normal.
Le hice el habla la primera noche, y, para que su amigo no las oliera, también a él. Conversábamos de todo un poco, y siempre hacíamos chistes. La ruta de regreso a casa era amena junto a ellos.
Como viajábamos de pie, llevaba mi cuaderno en una mano, y ese fue el pretexto para que de cuando en cuando, y aprovechando el apretujón de la gente, le rozara la cadera. Como el pata no hacía señas de incomodidad, cierta vez llegué a afirmarle mi mano en su cadera, obviamente, cuando las luces del bus estaban apagadas.
Una noche que coincidimos no había mucho pasajero, de hecho el vehículo tenía muchos lugares vacíos.
Subimos juntos y lo seguí hasta los asientos de la última fila. Íbamos conversando de nuevo, pero con un poco más de privacidad. El pasajero más próximo estaba dos asientos más adelante.
Una vez que nos cobraron el pasaje y pasábamos por el antiguo peaje, comencé a rozarle con mi mano en su pierna, mientras seguíamos conversando. Él seguíacomo las huevas, sin incomodarse.
Cuando salimos por completo de la ciudad, agarró mi mano y la colocó encima de su bragueta. No sentí un bulto grande, pero no estaba blando.
“Chúpamela”, me dijo.
“¿Aquí?”, le respondí sorprendido.
“Sí, aquí. Nadie se dará cuenta”, repuso.
Para entonces ya se había bajado el cierre, y metía mis dedos en su bragueta abierta. No me resistí.
Debajo de la tela de su calzoncillo, su miembro ya estaba duro. Entonces, se lo masajeé, pero muriéndome de miedo porque las luces de los carros, afuera en la carretera, de vez en cuando iluminaban el techo, y me figuraba que alguien nos podía ver.
Logré sacar su pene. No era grande, probablemente unos 14 cm. Lo masturbé.
Fue entonces que con su otra mano, tomó mi cabeza y la forzó a reclinarme sobre su pubis. Al inicio me resistí, pero, por otro lado, yo estaba buscando esta oportunidad: era ahora o nunca.
Al fin me recliné y comencé a succionarle primero la cabeza, y luego todo el palo duro, mientras él acariciaba mi cabeza.
Cinco minutos antes de las primeras luces de nuestro destino, sentí que su leche llenaba mi boca, y, al mismo tiempo, que su miembro perdía dureza. Seguí mamando un poco, mientras él ahogaba un gemido de placer.
Me tragué el esperma. Tenía miedo que si lo escupía en el piso del bus, lo podían ver y, al toque, darse cuenta de a quién pertenecía.
No volvimos a coincidir hasta que, durante mi último año de universidad, decidí meterme a un gimnasio. Como mi casa quedaba lejos del mismo, al terminar mi rutina, me bañaba allí; y como era el último turno, casi no había alumnos y mucho menos coincidía con alguien en la ducha.
Una noche, él llegó a entrenar. Me saludó como si nada. Excelente, dije yo. Además a esa hora apenas habían dos o tres alumnos más y el instructor.
Como de costumbre, terminé de entrenar y me fui a duchar.
no acababa de enjabonarme cuando llegó él. Se quitó el vividí, las zapatillas, las medias, el short y un calzoncillo pegadito.
No podía creer lo que veía: su cuerpo moreno digno de revista porno, completamente desnudo ante mi.
Pude notar que tenía vello ralito de la cintura para arriba, regular en las piernas, nada en las nalgas, y algo alrededor de su pinga, que ya comenzaba a tomar cuerpo.
Se metió a la misma ducha que yo, se mojó. “Enjabóname”, me pidió. No me hice de rogar. Pasé la pastilla perfumada por sus grandes pectorales, sus brazos, su definido abdomen, me arrodillé para untar sus fuertes piernas, y algo de su trasero, terminando en su pene erecto y sus huevos, los que me acercó a mi boca.
No fue necesario que lo pidiera. Comencé a chuparla. A medida que la succionaba, él movía su pelvis, tratando de metérmela más dentro de mi boca.
Entonces, me puso de pie, me volteó, y aprovechando el efecto del jabón, me metió su pene en mi culo.
Me tomó firmemente de las caderas y comenzó a bombear tan rápido como pudo.
Por el roche a que escucharan afuera del baño, ahogué mis gemidos.
A los cinco minutos, pude notar cómo su pincho latía en mi ano: me estaba dejando su leche.
Cuando nos vestimos y salimos, sólo estaba el instructor, que estaba haciendo unas cuentas.
Al año siguiente, cuando ya era alumno regular de ese gym, me bañé, salí y caminé el largo trecho hasta mi jato.
Faltando unas cuadras para llegar, alguien me pasó la voz. Era él.
Iba en una moto. “Vamos un rato por ahí”, me invitó.
“¿A dónde?”, le dije.
“Una casa que estoy cuidando por acá cerca”.
Me subí en la moto, y fuimos hasta el sitio.
“Ya no te veo en el gimnasio”, le observé.
“Estoy yendo de mañana, y chambeando el resto del día”, me contó.
En cinco minutos llegamos a la jato. No había nadie en la calle, a pesar que eran como las ocho y media de la noche.
Entramos, pasamos la salita, y fuimos hasta el cuarto.
Nos quitamos la ropa, nos echamos –mejor dicho, él se echó sobre mi- y comenzamos a besarnos.
Rodó para que yo quedara sobre él. “Chúpamela”. Le besé el cuello, las tetillas, su aún marcado abdomen, y llegué a su falo duro. Empecé a succionar.
Esta bez, gemía a confianza, mientras me animaba verbalmente: “Así. Qué rico la chupas. La cabecita. Los huevos. Así”.
Estuvimos así por diez minutos hasta que me acostó boca arriba y me levantó las piernas y el culo, se puso saliva en su miembro y me lo metió despacio.
Esta vez no lo hizo apurado. Pausaba, se apuraba, ponía cara de orgasmo y se detenía. Entonces reiniciaba el ataque.
Fue cuando aproveché para aferrarme de sus nalgas duras y grandes.
Otros diez minutos. Noté que no resistió más. Se inclinó hacia mi, y dio cinco gemidos fuertes. Otra vez me estaba llenando el culo con su semen.
Cuando terminó, se acostó sobre mi, me besó, y me pidió amablemente que me levantara, me lavara y me vistiera.
Salimos en la moto, y me dejó en el mismo sitio donde me había levantado.
Desde esa noche no lo volví a ver, pero entendí que, como me dijo, se mudaría allí con su mujer, aunque tenía en sus planes irse a otra ciudad.
Como dije, nunca más me lo crucé, así que pienso que eso hizo.
Pero a mi me quedó la satisfacción de haberme ido con ese moreno a la cama, que, si bien no era aventajado, como dice la leyenda urbana, sabía hacerlo y satisfacernos a ambos. Todo un maestro.

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